El artista realizó en dos meses 30 cuadros que expone en la Galería Pecanins
La pintura es no pensamiento; lo esencial es mantenerte fiel a tu oficio, señala en entrevista
Lunes 9 de marzo de 2009, p. a15
El año pasado, entre los meses de agosto y septiembre, el pintor Gabriel Ramírez tuvo otra de sus varias etapas de impulsos creativos, febriles, sin bocetos, exentos de pensamientos, y de ahí salió un lote de acrílicos y mixtos sobre tela y papel, de los que se seleccionó una treintena para exponerlos en la Galería Pecanins durante dos semanas.
El sábado 7, tras la inauguración de la muestra-venta, Ramírez (Mérida, 1938) hace una pausa a instancias de Ana María y Teresa Pecanins para hablar con La Jornada.
El pintor y explorador del cine y otras artes, radicado en la capital yucateca, comenta: “Fue un proceso rapidísimo, de hacer más de 30 cuadros. La pintura para mí es fundamentalmente placer, y el placer no es la exposición, el catálogo, sino que el placer es que voy a realizar el trabajo. Ahí es cuando ocurre todo: es el principio, el fin y el sentido de todo para mí como pintor: lo que ocurrió antes de elaborar esos cuadros.
“Es un proceso muy parecido al de un escritor, que hace investigaciones y embarra una hoja llena de notas, y pone fechas, y escribe en los márgenes y pone flechas y asteriscos. Luego eso lo pasa a máquina, en limpio, sin errores. Es un caos que ordenas y que, al pintarlo con la rapidez con la que se tienen que pintar esos cuadros, te descuidas de todo pensamiento. Tienes que marginarte, que te absorba esto, y no pensar en nada.
En el momento en que piensas que estás pintando, por ejemplo, que te observas pintar, algo no funciona, algo se rompe. Hay que perderse un poco en esto. La pintura es no pensamiento. Es imposible que un pintor se observe que pinta; es como si uno se observa que duerme. Hay que hacer abstracción total de lo que te rodea, de qué clase de país tenemos, de qué carencias existen, de qué miserias.
Pintar un cuadro durante años
–¿Qué no pensamientos y qué emociones experimentó en esos dos meses que trabajó de manera febril, para poder plasmar estas obras, colores, manchones?
–Lo esencial es mantenerte fiel a tu oficio de pintor, a tu lenguaje, que vienes elaborando, en mi caso, hace 50 años, y hacer prácticamente lo mismo, sin darte cuenta de qué es lo que haces; sin darte cuenta de que eso es lo que estás haciendo: un solo cuadro, una depuración del lenguaje. Sin planear; estas cosas no se planean, yo no hago bocetos, es una cuestión que hay que hacer de principio a fin, y en la siguiente sólo afinar algunos detalles. Aquí uno no puede dejarlo pendiente y continuar al día siguiente. Ochenta o 90 por ciento del trabajo tiene que salir en la primera sesión.
–¿Cuánto tiempo le llevó cada cuadro?
–A veces pintaba dos o tres al día, con muchísima rapidez, y al día siguiente, ya seco, lo revisaba –pero no demasiado– para corregir algo sin afectar lo esencial.
–¿Qué comentaría de estos cuadros en términos plásticos; por ejemplo, el uso de colores muy vivos?
–Siempre he tenido la misma paleta, colores muy violentos, no matizados, muy influido por pintores que vi de joven, como Van Gogh, los expresionistas alemanes, Matisse. Siempre el colorido fuerte, y sobre todo los Cobras, con los que hay aquí mucha similitud.
“En términos generales esto es como un regreso a mi primera exposición, aunque también se perciba evolución. Es, simplemente, mantenerse fiel a una idea: pintar rápidamente, con mucha fuerza y violencia, y con placer.
El color, el amarillo, el verde, te tienen que provocar un placer, y hay que comunicarlo al espectador. En México, a mucha gente no le gusta este tipo de pintura, muy violento, con verdes y otros colores tan descarados, tan directos. Y no sólo aquí, sino en general no gusta, porque, dicen, es muy agresiva.