Opinión
Ver día anteriorDomingo 8 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cosecha nocturna

Mar de Historias
A

cambio de no concedernos aumentos ni préstamos, en la embotelladora nos mantuvieron el servicio de comedor y el transporte gratuito. Por las mañanas mis compañeras y yo nos reunimos en Cuitláhuac y abordamos el autobús con el logotipo de la planta. Por la tarde ya no disponemos de ese transporte. Cada quien vuelve a su casa por sus propios medios.

Las obras de rencarpetamiento provocaron un cambio en la ruta del autobús amarillo, que parece un transporte escolar. Paulino, el chofer, nos aclaró que el nuevo recorrido iba a resultar mucho más largo. Por eso y por los congestionamientos brutales que se forman en las vías alternas, sugirió que nos reuniéramos media hora antes en el punto de encuentro. De otro modo no garantizaba que llegáramos a tiempo de checar tarjeta.

Protestamos por la modificación que afectaba nuestras rutinas domésticas: Así no me dará tiempo de servirles el desayuno a mis hijos. A diario me levanto a las cuatro, ahora tendré que pararme a las tres: ¿a qué horas voy a dormir? Antes de las siete no tengo quien me cuide a mi bebé. Mi esposo llega de velar a las seis de la mañana y tengo que atenderlo.

Paulino levantó los hombros: no es cosa mía. Yo sólo cumplo órdenes. Si no están conformes vayan a recursos humanos y quéjense. Desde que comenzaron los recortes en la planta y sobre todo a partir de que se agravó la situación, exponer una queja es arriesgarse a que nos suspendan una semana o a que de plano nos quiten el trabajo. Acabamos por doblar las manos y resignarnos.

Al mediodía, en el comedor de la planta, seguimos hablando del nuevo horario y desahogándonos. A todas nos parecía inaceptable que las decisiones tomadas por alguna autoridad en su despacho afectaran nuestras vidas y de seguro las de miles o millones de personas. Belén nos recordó que ella era muy metódica, se había habituado al antiguo itinerario, y saber que seguiríamos un camino distinto le provocaba angustia y temores.

Otras compañeras confesaron que padecían la misma inquietud. Antonia quiso animarlas: No vale la pena que se mortifiquen por algo que no depende de ustedes. Piensen que la nueva ruta al menos será distinta y eso romperá un poquito nuestra rutina.

II

A la mañana siguiente, soñolientas y malhumoradas, nos encontramos en el punto de reunión. Mientras abordábamos el autobús le preguntamos a Paulino por dónde pensaba irse. Tras estudiarlo bien había decidido seguir hasta la gasolinera, meterse por las calles con nombre de mares y atravesar las vías. ¿Y luego? La respuesta nos hizo reír: Por donde se pueda.

Me alegró enterarme que iba a pasar por mis antiguos rumbos. Cuando mis hermanos y yo íbamos a recoger a mi tío Jesús a la terminal de camiones, caminando en línea recta desde allí hasta la casa hacíamos cuando mucho 15 o 20 minutos. Sin embargo, raras veces tomábamos esa ruta. Aunque el recorrido implicara mucho más tiempo, mi tío Jesús nos ordenaba hacer un rodeo para pasar frente a la antigua estación del ferrocarril.

Justificaba su elección con el argumento de que este camino era más seguro, estaba menos transitado y podíamos tomarnos un respiro depositando en el suelo las cajas con hilados y tejidos que él iba a comprar en los pueblos de los alrededores para venderlos en los mercados de artesanías.

Aunque mis hermanos y yo éramos niños, nos dábamos cuenta de que los razonamientos de mi tío eran sólo pretextos para acercarse a la antigua estación abandonada y hablarnos de la época en que él ocupaba con sus padres y sus 11 hermanos unos cuartos junto a las vías.

Al mirarlas, ya desde entonces sepultadas entre montones de cascajo y basura, invariablemente nos comentaba: Aunque no lo crean, todo esto era muy bonito. Los chamacos nos divertíamos viendo pasar los furgones o poniendo corcholatas sobre los rieles para que el tren las aplastara. Con las láminas bien delgaditas hacíamos zumbadores. Llegamos a venderlos a cinco centavos afuera de las escuelas. A ustedes les parecerá muy poquito. Para nosotros, una bola de panzas pelonas, era una fortuna.

III

Sentada en el autobús de la embotelladora, mientras nos acercábamos a la vieja estación, me di cuenta de algo en lo que nunca había pensado: todo lo que nos sucede, por insignificante que parezca, tiene consecuencias. De no haber sido por las obras de rencarpetamiento que modificaron nuestro antiguo itinerario, tal vez no habría vuelto a pensar en Jesús. Él mismo, para aminorar la diferencia de edades, una tarde nos pidió que, en vez de tío, lo llamáramos sólo por su nombre.

Tenía una mancha en el pómulo izquierdo, era cargado de hombros y ahorrativo. La miseria lo había convertido en una especie de náufrago obligado a servirse de todo para sobrevivir. Una vez mis hermanos y yo lo vimos detenerse a media calle, recoger un trozo de cuerda y doblarlo como si se tratara de una sarta de perlas. Su gesto provocó nuestras burlas y durante todo el camino se mantuvo silencioso.

Le preguntamos si estaba enojado. No. Me quedé pensando en que ustedes ignoran lo que es la verdadera pobreza. No saben lo que es atarse los zapatos con un mecate para que no se les caigan a pedazos o irse a dormir sin haber comido en todo el día. Lo miramos con lástima y él se dio cuenta: No me vean así ni piensen que por haber pasado tantas dificultades mi niñez no fue bonita y emocionante, sobre todo cuando mis papás nos mandaban a mis hermanos y a mí a que levantáramos la cosecha nocturna. ¿Qué era eso?, le pregunté.

Jesús se quedó mirando la antigua estación como si en sus paredes carcomidas y sucias estuviera escrita la respuesta: “Ya les dije que nuestros cuartos estaban a una cuadra de donde ahora hay una refaccionaria. Las noches de los martes y los jueves eran para mi familia y otras del rumbo una auténtica fiesta. Desde temprano los niños estábamos atentos al silbato del tren que venía del norte cargado de frijol, chiles, jitomate, maíz.

“El tren se paraba en la estación cinco o 10 minutos. Los macheteros tenían tiempo para bajar los costales y meterlos en las camionetas que los llevarían a las bodegas del mercado. Mientras ellos trabajaban, los chamacos hacíamos lo nuestro: abandonábamos los escondites y corríamos a recoger los granos que se escapaban de los costales. Esa era nuestra cosecha nocturna. A veces la cosa no salía bien, porque los cargadores nos amenazaban con acusarnos de ladrones. Pero cuando nos tocaba la suerte de toparnos con algún machetero que se hiciera de la vista gorda… uh, aquello era la gloria.

“En el momento en que clavaba las uñas entre los durmientes para pepenar los granos, me sentía alegre sólo de imaginarme que mi familia y yo tendríamos algo que comer. Desde que mi madre ponía los granos en la olla hasta que, ya cocidos, los molía en el metate, mi padre, mis hermanos y yo nos poníamos a verla trabajar.

Me parecía que con tanta seriedad estábamos en la iglesia viendo una ceremonia importante, sólo que en vez de incienso flotaba en nuestra pobre casa el olor de la leña y el maíz. Después de mucho rato, a la hora en que por fin mirábamos inflarse los círculos de masa sobre el comal, nos reíamos con ganas porque éramos felices.

IV

Cuando al fin cruzamos las vías estuve a punto de pedirle a Paulino que se detuviera un momento y me permitiera bajar. No me atreví. Nos alejamos rápido, pero alcancé a mirar la vieja estación a punto de caer y los rieles sepultados entre montones de basura. Imaginé a Jesús en la parvada de niños precipitándose en la oscuridad para recoger su cosecha nocturna: los granos que escurrían de los costales y eran como pepitas de oro arrastradas por el río de la miseria.