Opinión
Ver día anteriorViernes 6 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La calle, metáfora del mundo
E

n una entrevista realizada por Silvia Lemus al escritor español Juan José Millás, transmitida esta semana por Canal 22, la cual giró en torno a su novela más reciente titulada El mundo, que dicho sea de paso es excelente, y por tanto mereció varios galardones, entre los que destaca el Premio Nacional de Narrativa en España, el autor pronunció algunas frases que llamaron mi atención.

Destacó dos: La calle es una metáfora del mundo y La escritura intenta entender el mundo, intenta afrontar los bordes de la herida. Tales expresiones cayeron como anillo al dedo a mis sensaciones en estos tiempos.

En estos días aciagos en que todo es zozobra e incertidumbre creo que escribir resulta, como bien dice Millás, un intento de autocuración de las heridas que nos infligen las circunstancias traumáticas en que nos encontramos y que no parecen ser más que la punta del iceberg del atolladero al que nos arrojaron la avaricia y la corrupción de sujetos sin escrúpulos que no dudaron en poner al mundo en jaque sin importarles llevar al planeta entero a una crisis que sume a millones de seres humanos en la miseria y la desesperación absolutas.

Inmersos en este desastre, el cerebro se embota y el espíritu se acongoja al escuchar que miles y miles de millones de dólares, inyectados aquí y allá no logran detener la debacle. Mientras los economistas hablan de inyecciones de capital, burbujas inmobiliarias letales, productos bancarios tóxicos, la maldita bestia voraz engendrada por la avaricia agoniza cimbrando al mundo entero con sus estertores. Entre tanto en la calle, metáfora del mundo, como bien dijo Millás, los rostros de los transeúntes se transmudan, palidecen, se apagan o bien se transforman en una mueca de dolor o de rabia.

El ruido en la calle es ensordecedor, la contaminación visual es enloquecedora y el vocerío pasa del grito y el insulto estruendoso al silencio lapidario.

La ciudad se ha convertido en un caos a todo nivel, asemejando un hormiguero lleno de peligros y amenazas de toda índole. Resulta agotador transitar por las calles. Deambulamos de aberración en aberración. La atmósfera que se respira está impregnada de desasosiego. Su composición, tanto real como metafóricamente hablando, se ha hecho irrespirable.

Todo nos irrita, nada nos consuela. Nuestras seguridades se desmoronan una tras otra y lo poco que prevalece se ve vulnerado por la incertidumbre.

La economía y las instituciones se desmoronan, los valores fundamentales se pierden, la violencia, la inseguridad y la corrupción se enseñorean día con día y las cifras van al alza; los derechos humanos más elementales se ven violentados de manera brutal y no hay quién responda por ello.

Parafraseando a Millás, las calles se han vuelto espejos del mundo, tanto del exterior como de nuestro mundo interno, espejos de doble faz, opacos y enmohecidos que reflejan lánguidas imágenes de tiempos idos. Nostalgia de aquellas calles tranquilas donde solíamos jugar y conversar. Aquellas tardes de infancia y juventud en la calle, donde la tibieza del sol nos envolvía, los juegos y las risas nos cobijaban.

La calle, nuestra calle, la calle de todos y para todos. Esa calle que, como decía Millás, seguimos buscando siempre, toda la vida, en cualquier ciudad a la que vayamos la seguiremos buscando hasta encontrarla.

¿Nostalgia? ¡Sí! y lo confieso sin pudor, ya que el pudor, de acuerdo con Millás, es autocensura. Nostalgia porque, como dice Millás, en la infancia se construye la subjetividad y con el paso del tiempo la realidad nos opacifica el mundo. Este conflicto con la realidad, dice Millás, es lo que lo convirtió en escritor.