a visión universal de la seguridad social se ha convertido en pilar fundamental de la política social de muchos países con economías incluso más débiles que la nuestra, superando el falso argumento de que una protección básica y general es idealista o populista. Países interesados en crecer con justicia social han entendido que invertir en salud, pensiones generales, seguro de desempleo y acceso real a la formación profesional son requisito esencial para mantener una economía activa, mejorar la competitividad y la paz social. Garantizar un piso básico de protección social facilita que se logren acuerdos productivos en un segundo nivel, ya sea por la vía de la contratación colectiva o del diálogo económico y social. De esta manera se superan las resistencias a los cambios con el justo argumento de que perder el empleo significa carecer de seguridad social para la familia y de un ingreso elemental para subsistir. Un esquema de protección social básica nos hace recordar que en la calle todos somos iguales y que un padre o madre desesperado busca cualquier alternativa para dar protección y alimento a sus hijos. En los países que han adoptado un modelo de protección universal básica se viven altos niveles de seguridad pública, ésa que todos añoramos.
En el escenario de crisis, desencuentro e inequidad que vive nuestro país, transitar hacia un esquema de protección de derechos básicos puede formar parte del nuevo acuerdo social que encauce la inconformidad creciente. La seguridad social es un renglón íntimamente ligado a la calidad de vida de los hombres y mujeres que integran la población; usted y su familia, razón y sentido de toda política pública.
Las reformas a la Ley del Seguro Social, consumadas 12 años atrás, y las recientes a la Ley del ISSSTE han incrementado el desencanto, la protesta y la rabia de miles de trabajadores que observan la continua pérdida de la calidad de los servicios médicos, la pulverización de sus pensiones y, en general, un futuro aún más incierto para sus hijos, a quienes se impone un régimen de seguridad social sustentado en cuentas individuales y su apropiación privada, lo que constituye un despojo.
Las críticas a la Ley del Seguro Social se han venido cumpliendo en la práctica al confirmarse que el nuevo sistema no responde a las expectativas originales, a pesar de que se ha canalizado un gigantesco gasto público para costear la transición. La tendencia es que las pensiones cubrirán sólo un tercio del último salario percibido por el trabajador. Por otro lado, la reciente Ley del ISSSTE, que inició su vigencia hace casi dos años, generó una protesta inusitada; más de un millón de trabajadores se organizaron en redes autogestivas para combatirla por la vía del amparo; se dice fácil, sin embargo se trata de la mitad del total de los servidores públicos federales del país, todo ello, a pesar de los controles corporativos, las costosas campañas públicas y la poca confianza en nuestros órganos de justicia. Agreguemos que más del 92 por ciento de estos trabajadores rechazaron el sistema de cuentas individuales al optar por el sistema de seguridad social anterior a la reforma a la ley.
Tres aspectos parecen fundamentales en la reconstrucción de nuestro sistema de seguridad social. Debe ser integral. Resulta difícil desvincular el tema de la salud, las pensiones y el seguro de desempleo, de un modelo de desarrollo incluyente, una política social con derechos exigibles, un pacto fiscal redistributivo, acceso real a la educación y por la vía paralela una reforma laboral, tomando en cuenta que hoy la mayor parte de la población carece de un empleo formal con prestaciones. El subempleo se vuelve común, acompañado de múltiples formas de contratación precaria, incluyendo el famoso outsourcing y la contratación por honorarios, figura a la cual acuden los propios gobiernos favoreciendo la ilegalidad. Para lograr esta integralidad es necesario el diseño de un plan maestro con objeto de que el conjunto de las políticas públicas en la materia vaya transitando hacia un objetivo común.
Una segunda condición tiene relación con el carácter público de las instituciones e instrumentos ligados a la seguridad social. La existencia de las Afore, Siefore y aseguradoras encargadas de cubrir las pensiones es objeto de crítica constante y de rechazo público sin precedentes, aun entre aquellos que alguna vez las vieron con simpatía, por la simple razón de que sus ganancias millonarias –que ascienden a los 100 mil millones de pesos en sus 12 años de vida– contrastan con las pérdidas sufridas por los trabajadores, entre otras razones, porque su base de cobro son los saldos y no las utilidades obtenidas, además de que se hace negocio con las cuentas inactivas. Es claro que no se justifica su existencia, toda vez que más de dos tercios de sus recursos los destina a la colocación de deuda, convirtiéndose en un intermediario innecesario y francamente parasitario. Indignación adicional provoca la obligación de que al final de su vida laboral el trabajador deba contratar una compañía aseguradora. ¿Por qué tengo que celebrar un contrato mercantil con una empresa privada para que administre
mis escasos ahorros? Cualquiera se aterroriza ante el escenario de verse obligado a negociar a nivel individual y en condiciones de franca desigualdad una pensión con una corporación, normalmente extranjera, que obtendrá más ganancias mientras menos pague al pensionado.
La tercera característica es la sustentabilidad financiera. Todo sistema de seguridad social universal debe contar con un respaldo financiero seguro. Una protección de esta naturaleza requiere de un nuevo pacto fiscal que incremente los recursos del Estado para contender con esta obligación. En los sistemas de protección universal se generan muchos ahorros y se evitan ineficiencias. Suprimir gastos superfluos, como salarios desproporcionados, y combatir la corrupción serían elementos fundamentales del nuevo pacto.