l gobierno de Barack Obama, por conducto del Departamento de Estado de Estados Unidos dio a conocer ayer su informe anual sobre la situación mundial de los derechos humanos, con el compromiso de exhibir un comportamiento ejemplar
en esa materia. Y exhibe una novedad: No consideramos los puntos de vista sobre nuestro desempeño por parte de otros como una interferencia en nuestros asuntos internos
, afirma el texto, y advierte que los gobiernos mencionados en el documento tampoco deben percibir injerencismo en los señalamientos allí contenidos.
No puede olvidarse, sin embargo, que el informe que se comenta es elaborado por un país que, en el pasado reciente, se ha erigido en el mayor violador de los derechos humanos en el mundo, y que el año al que se refiere el documento –2008– fue el último de una administración que se distinguió, entre otras cosas, por institucionalizar la tortura a escala mundial, por legalizar el espionaje en contra de sus propios ciudadanos y por emprender guerras injustas, ilegales y sangrientas con el propósito real de satisfacer intereses políticos y empresariales inconfesables. Por mínima coherencia, la lista de agravios elaborada por el Departamento de Estado tendría que ir encabezada por los que perpetró el propio gobierno estadunidense.
La credibilidad y la autoridad moral de Estados Unidos han sido, pues, severamente dañadas por la administración Bush y las promesas de su sucesor no bastarán para enmendar tal situación. Por ello, el gobierno que encabeza Barack Obama debe deslindarse cuanto antes del pasado inmediato de la Casa Blanca, y hacerlo con algo más que discursos: ayer mismo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, señaló que la promoción de los derechos humanos es un elemento esencial de nuestra política exterior
, declaración plausible, pero insuficiente si lo que se quiere es lograr la efectiva reconstrucción moral de Washington y limpiar su imagen ante el mundo. Para ello es necesario, sobre todo, que la Casa Blanca emprenda acciones orientadas al resarcimiento del cúmulo de agravios cometidos por la administración Bush contra diversas naciones y numerosos individuos, empezando por los propios estadunidenses, que sufrieron un severo recorte a sus derechos y garantías, y por los habitantes de los países invadidos por el delirio bélico que caracterizó al Ejecutivo del país vecino durante los pasados ocho años.
En el caso de México, el texto presenta críticas ciertas y desusadamente severas: entre otras cosas, relata la persistencia de severas violaciones a las garantías individuales por parte de las fuerzas de seguridad –tortura, arrestos y detenciones arbitrarias, abusos físicos y asesinatos ilegales–; da cuenta de las pésimas condiciones en que se encuentran las cárceles mexicanas; acusa ineficiencia y falta de transparencia en el sistema judicial; señala la persistencia de la discriminación social y económica contra miembros de grupos vulnerables, en particular la población indígena, y denuncia corrupción e impunidad en todos los niveles de gobierno.
Para nadie es un secreto la persistencia de graves violaciones a los derechos humanos en el país, ni la participación, en esos abusos, de miembros de las corporaciones policiales y castrenses; tampoco es desconocido que muchos de esos atropellos se cometen al amparo de la inveterada cadena de corrupción e impunidad que prevalece en las altas esferas del poder político: estos y otros hechos han sido ampliamente documentados por diversas organizaciones humanitarias internacionales, y de hecho fueron recogidos en las recomendaciones recientemente emitidas por la Organización de Naciones Unidas (La Jornada, 13/2/09).
El gobierno mexicano tiene ante sí la responsabilidad ineludible de emprender acciones concretas para restablecer la vigencia plena de los derechos humanos, no por obsecuencia ante Washington ni para quedar bien con Obama, sino por una obligación elemental ante los ciudadanos mexicanos. A la administración actual le corresponde una buena cuota de responsabilidad por el desastroso estado de las garantías individuales en el país, habida cuenta de que mucho de ese deterioro se ha producido en el marco de la llamada guerra contra el narcotráfico
y al amparo de la escandalosa impunidad que impera en la administración pública en tiempos del calderonismo.