La gente lo pidió con vehemencia y de inmediato lo protestó con auténtica furia
Salieron bravos y bien presentados, pero débiles, los novillos cárdenos de Los Encinos
Lunes 23 de febrero de 2009, p. a38
Está confirmado: la gente que va a la Plaza México es más pícara de lo que parece. Por tercera ocasión, en lo que va del serial 2008-2009, el público le tomó el pelo al juez. Cuando el cuarto de la tarde murió descerebelado por el puntillero, miles sacaron sus pañuelos reclamando honores para el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, que había estado enorme, de verdad, y merecía una oreja y nada más. Impulsado por el resorte del servilismo, el octogenario don Ricardo Balderas saltó de su asiento y, como un César ante el circo romano, pero con mucho menos tronío, concedió dos orejas.
El abucheo que estalló al instante fue telúrico. Un viento salido de la rabia más íntima de decenas de miles de gargantas protestó la tacañería del anciano con una furia que, en el fondo, poco tenía que ver con la obra del caballista vasco. Devaluación, desempleo, falta de expectativas, desamor, celos, endeudamiento, frustración, insomnio, miedo, incertidumbre, desamparo, alcohol en el torrente sanguíneo, todo junto y algo más: eso era lo que vibraba liberándose en los sonoros ¡buuu!
de la multitud.
Por tanto, don Ricardo, como un domador de leones a quien las fieras se le rebelan y lo amenazan, extrajo del bolsillo el pañuelo verde que otorga el supremo trofeo del rabo –sinónimo de salvoconducto a la inmortalidad– y, para su estupor, desconcierto y alucine, la gente no sólo no le agradeció el detalle sino que intensificó, pateando el cemento, su protesta. Si antes pedía el rabo con algarabía de motín, ahora condenaba el rabo con furor de asonada.
Era la réplica de lo que hace 15 días ocurrió cuando obnubilado por el tubérculo de su prominente nariz, el también juez
Gilberto Ruiz Torres les asignó sendos rabos a Enrique Ponce y Arturo Macías, antes de escamotearle, por lo mismo, una merecidísima oreja a Joselito Adame. Los tendidos escandalizaron reclamando aquellos rabos, y cuando los consiguieron explotaron en insultos. ¿Para qué? ¿Para demostrar su nulo respeto a una autoridad
que abominan y desprecian porque a nadie representa?
Pues lo mismo podría decirse del papelón que protagonizó el también dizque juez Miguel Ángel Cardona, cuando le obsequió el rabo a Miguel Ángel Perera. ¿Será que detrás de cada pañuelo que ondea en el puño de un hombre o una mujer que exige la gloria para su ídolo hay una conciencia crítica, o mejor dicho, autocrítica, que le advierte: oye, no exageres? ¿Y será que después, cuando la persona comprende el tamaño de su error, y en pleno ejercicio del cristiano derecho a arrepentirse, protesta en contra de lo que antes apoyaba?
Quién sabe. Para esclarecer tan recóndito misterio tendrán que acudir los sociólogos, los antropólogos y los sicoanalistas, y explicar lo que un humilde cronista de toros se declara incapaz de interpretar, limitándose en todo caso a consignar que ayer, en la antepenúltima función de la temporada de invierno, Hermoso de Mendoza montó una cuadra de siete caballos –Stella, yegua tordilla rodada; Chenel, potro colorado, Ícaro, alazán crudo (pues también los hay tostados); Pirata, tordillo blanco; Galil, cuasibayo; Silveti, castaño oscuro y Fusilero, blanco portugués con cara de carnero–, con la que toreó, cabalgando de costado y tocando con el pecho y la grupa, una y otra vez, con un temple increíble, a dos novillos cárdenos de Los Encinos, muy bravo el primero, de nombre Pame, al que Balderas premió con vuelta al ruedo póstuma, y Conin, manso descastado, que no obstante se fue al destazadero con el dudoso honor del arrastre lento, mientras Jerónimo y Octavio García El Payo pasaban inéditos.