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Ver día anteriorSábado 21 de febrero de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El sujeto y la palabra
E

n su número más reciente, Líneas de fuga, la imprescindible revista que dirige Philippe Olé-Laprune, publica un ensayo de Juan Gregorio Regino sobre la poesía y la poética mazatecas (Líneas de fuga, número 26, pp. 35-49), que comienza con un llamado a reflexionar sobre lo que son –y han sido– los usos del concepto de lo indígena. Dice así: Con frecuencia se aborda lo indígena como una unidad homogénea, situación que desde cualquier perspectiva es incorrecta si consideramos que cada pueblo indígena es un complejo nacional y que en su interior existen diferencias como en cualquier nación del mundo. La situación de subordinación que comparten todos los pueblos indígenas en el conjunto de la sociedad mexicana ha propiciado que se le asignen características culturales comunes y que el concepto indígena se aplique indiscriminadamente a todos, como si fueran una sola cultura. En el ámbito literario se suele hablar de literatura indígena bajo esta perspectiva; sin embargo, conviene y es necesario hablar de cada una de las más de 60 literaturas que existen en México como unidades independientes, con sus propias visiones y perspectivas. La advertencia contiene, en principio, los pormenores elementales que han hecho del concepto mismo de indígena una referencia prácticamente inconsciente de invisibilidad: el horizonte de una teología semántica (basta con pronunciar la palabra indígena para evocar sus fantasmagorías estereotípicas en el imaginario público) y una categoría de cierre (que permite a los que no se sienten indígenas situarse en una otredad de distinción, si es que se quiere emplear la noción que desarrolló Bordieu para explorar las complejas relaciones que median entre la semántica y el poder).

Se trata de referencias que nos obligan a pensar si una parte de ese imaginario en el que lo indígena ocupa invariablemente el lugar de una subalternidad anunciada no se halla inscrita en su enunciación misma. La enunciación de un sintagma –el indígena– que no hace, como bien dice J. G. Regino, más que homologar lo inhomologable.

La primera diseminación de la palabra indígena se remonta al siglo XVI. Los españoles la codifican para definir el territorio de una otredad interna: todo aquello que está por ingresar en (o por ser conquistado para) el imperio. El imperio español es, desde sus orígenes, un orden patrimonial. Es decir: no alberga un sitio de movilidad hacia la aristocracia más que para aquellos que son elegidos (o designados) por la corona misma. En el caso de Nueva España, el universo de esa elección recaerá estrictamente sobre los peninsulares. La emergencia de dos Repúblicas (la de los españoles y la de los indígenas) habla de un régimen incapaz de lidiar con su otredad interna, es decir, un régimen posmedieval. Los indios son definidos (y representados) como castas para asegurarles una organización autónoma y, simultáneamente, para situarlos en un lugar fuera de cualquier lugar: son hipotéticamente súbditos de la Corona, pero no cuentan con ninguna representación directa que garantice esta función.

A fines del siglo XVIII, el protonacionalismo criollo convierte a la geografía social imperial en una perversión nacionalista: reformula el término para mantener a la principal parte de la población (los indígenas) en una condición de subalternidad. Llamar a esta operación un ejercicio ilustrado ha sido uno de los mayores patetismos de la historiografía moderna y actual mexicana.

El movimiento de Independencia produjo una república que no eliminó el concepto de indígena, sino que lo redefinió para fincar un orden estamental: en ese orden la palabra indígena homologaba al universo que quedaba fuera del principio de ciudadanía. En rigor el liberalismo mexicano padeció el mismo síndrome que sus homólogos conservadores, para reafirmar una antigua tesis de O’Gorman: el criollismo. Los indígenas eran aquellos a los que no se les concedían los atributos suficientes para formar parte legítima del orden público reflexivo, condición central del principio de ciudadanía. Homologar el mosaico cultural y nacional que fue la sociedad mexicana en el siglo XIX bajo un solo concepto permitía al nuevo Estado presentar políticas de desindigenización como cruzadas en nombre de la civilización

La Revolución Mexicana tampoco erradicó el término. Lo convirtió en la paráfrasis de uno de sus sectores corporativos. El sistema político mexicano fundó su idea del pueblo en un paralaje de incorporación que nunca incorporaba a los sectores sociales que le daban legitimidad.

¿Qué sentido tiene hoy seguir hablando de indígenas? ¿No acaso nos encontramos en un proyecto que aspira a la efectiva ciudadanización de la sociedad? ¿Por qué no hablar mejor de mayas, chontales, mazatecos… y derogar, erradicar, olvidar esa palabra en la que está inscrita toda la perversión del criollismo? Es más, se podría hacer un referéndum para preguntar si los sujetos que son objeto de esa palabra no quieren más bien liberarse de esa sujeción, y encontrarse a sí mismos en la riqueza de su diversidad y su pluralidad.