Slim a tiro de pichón: obra en varios actos
Confieso que tenía curiosidad por ver cómo tomarían las distintas fuerzas políticas y económicas el enjundioso alegato “antimonopolio” que a nombre del ITAM pronunciara la doctora Denise Dresser en el foro “México ante la crisis. ¿Qué hacer para crecer?”, organizado por el Senado de la República. Pero aunque leí con atención la prensa, fuera de algunos reconocimientos, el tema quedó en el aire a la espera de una buena crítica. Así estaban las cosas, cuando días más tarde, fuera de programa, asistiríamos a una escenificación improvisada del libreto cuasi teatral El gobierno antimonopólico contra el hombre más rico del mundo, un monólogo inusual, desproporcionado, pero absolutamente sintomático de los tiempos que corren.
Resulta que Carlos Slim, invitado por los senadores junto a otros expertos y empresarios de muy diversa orientación, leyó una ponencia que enfrió al gobierno en su ingenua pretensión de mantener a salvo la idea de que “aquí no pasa nada”, y si pasa tampoco pasa nada, pues, como alardean los altos funcionarios, ya se tomaron las medidas pertinentes. Pero si a pesar de todo viene la ola exterior y nos arrastra de todos modos, saldremos fortalecidos, es decir, la afirmación de ese ciego optimismo que niega la realidad para no ofrecer argumentos al “adversario”, en este caso, unos hipotéticos inversionistas a los que nada ni nadie debe espantar con el petate de la crisis mexicana.
Slim dijo muchas cosas, pero una molestó particularmente: pidió el cambio de “modelo” y vaticinó la caída del producto interno bruto, cuyas temibles consecuencias planean ya sobre el empleo y la calidad de vida de millones. En otros términos repitió lo que viene diciéndose en muchas partes, en todos lo tonos y con orientaciones distintas. Pero resulta que Slim es un inversionista poderoso, casi, diríamos, una “categoría económica”, cuyas opiniones tienen resonancias difíciles de no escuchar. Y es ahí donde se hila la crítica a los monopolios con la reacción gubernamental a lo dicho por el empresario en un foro serio.
La primera respuesta pudimos leerla, casi sin afeites sintácticos, en las páginas on-line de los diarios. Provenía del secretario del Trabajo. Estaba muy molesto, pues no lograba concebir cómo el “hombre más rico del mundo” se atrevía a cuestionar el “modelo” que le había permitido acumular tanta riqueza (“ese modelo que hoy critica es el que le ha permitido ser el segundo hombre más rico del mundo”).
Así, a la afirmación de que nos acechan tiempos muy oscuros en cuanto al empleo y el producto interno bruto, el funcionario sólo atinó a cuestionar la consistencia moral de ese análisis y pidió silencio, chitón. (“Lo que no nos podemos permitir es que una crisis económica se convierta en una crisis de confianza, en una crisis de valores y que nos caigamos todos al piso. (sic)”
En lugar de refutar con argumentos los abundantes planteamientos de Slim, el secretario del Trabajo se deslizó gustoso por la pendiente de la autocomplacencia en la que viaja a toda velocidad, al menos desde su gira invernal a Davos, el propio presidente Calderón y su equipo de gobierno. Nada de catastrofismo, parece ser la consigna de la hora, repetida como exorcismo por el Ejecutivo y sus secretarios.
Que la fuente germinal de los graves problemas nacionales se ubique más en el tamaño de las empresas que en la política económica aplicada hasta hoy a rajatabla, es una de las típicas salidas en falso mediante las cuales se pretende sustituir a los jugadores sin cambiar el juego mismo. Pero esto es así porque hasta ahora en México las únicas fórmulas económicas que cuentan son las que se mueven en el estrecho campo de los grandes intereses corporativos, nativos y trasnacionales. Contra los “monopolios” actúan empresas que, en buena lid, también tienen pretensiones monopólicas (ganarle a la competencia, dicen) sobre los mercados, compañías que aprovechan los huecos legales, las fallas administrativas o la simple corrupción para asegurarse la mejor tajada del pastel.
En este despeñadero ideológico se ha llegado al grado de cuestionar la existencia constitucional de Pemex por su condición de monopolio de Estado, sin abandonar la peregrina idea de privatizarla, como demuestra la insistencia presidencial en el tema de las refinerías, cuando mejor sería que se pronunciara sobre la disputa en materia de telecomunicaciones o saliera al paso de la falacia de que los sindicatos también son monopolios, versión puesta a circular en un intento desesperado de apoyar una reforma laboral que permita el despido barato y la contratación sin derechos del creciente “ejército industrial de reserva” que ya integran millones de jóvenes y adultos sin futuro.
Es grave que el gobierno mexicano sea el último en advertir la naturaleza global de la crisis (véanse los datos publicados ayer mismo por La Jornada sobre la quiebra de empresas y el despido masivo en Europa y Estados Unidos), pero como es imposible no imaginar lo que nos espera resulta incalificable que se quiera tapar el sol con un dedo, predicando a los ciudadanos (como si todos fuéramos de lento aprendizaje) que hay economías a salvo de la sacudida planetaria; que son suficientes para atajarla algunos programas convencionales de emergencia cuyo despliegue, por cierto, resulta fácil en el discurso, pero muy lento y tortuoso en nuestra realidad plagada de miserables aduanas burocráticas, despilfarro y usos politizados de los recursos en disputa. El gobierno dilapida el verbo pero en su irritación se olvida de las ideas.