Obama: el discurso
Obama pronunció un discurso severo, más racional que emotivo, alejado de la brillantez oratoria que le abrió el camino de la victoria. Fue una llamada en tono de alerta, el reconocimiento explícito de que no se deben esperar milagros ante una crisis que puede empañar los mejores sueños. No hubo promesas o palabras suaves para mitigar la incertidumbre o el temor de las bolsas; ni regodeo sobre la debacle dejada por su antecesor, un espectro que se desvanece hacia la nada. Frente al entusiasmo delirante de millones de personas –esa legitimidad movilizada que alienta las grandes sacudidas históricas–, Obama fue claro y exacto: “Lo que los cínicos no entienden es que el suelo se les ha movido, que los argumentos políticos desgastados que nos han consumido por tanto tiempo ya no se aplican”. Se puede decir con más brillo, pero no con tanta claridad. “El mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él”, insistió. Hoy, como escribió David Brooks en el New York Times, es claro que el impulso de cambio viene de lejos, como reacción al individualismo feroz y a los valores asociados al neoconservadurismo neoliberal, a la pérdida del sentido comunitario y la cohesión social y que Christofer Lascha llama la “cultura del narcisismo”.
El arribo de un afroestadunidense a la Casa Blanca es un hecho de la mayor trascendencia, pero suele olvidarse la lección elemental que lo acompaña: en una sociedad diversa y cambiante sólo un político distinto podía hacer la diferencia, unir al electorado joven e inconforme con las víctimas de la irresponsabilidad de sus gobiernos. Sin embargo, éste no ofrece un programa ideológico acabado, sino un viraje fundado en una nueva moral pública, en una combinación de realismo y esperanza y, al final, en un cambio de política cuyos alcances están desde ahora condicionados por la crisis: “La gente ha perdido hogares, empleos, negocios, nuestro servicio médico es muy costoso y cada día trae más evidencia de que la forma en que utilizamos la energía fortalece a nuestros adversarios. Éstos son los indicadores de la crisis, sujetos de datos y estadísticas; menos medible, pero no menos profunda es la falta de confianza en nuestra nación, un temor de que la declinación de Estados Unidos es inevitable y que la próxima generación debe reducir sus expectativas. Hoy los retos que enfrentamos son reales y son muchos...”
Obama se tomó tiempo para insistir en el llamado a la conciencia de los ciudadanos como una fuerza transformadora; en la defensa de la solidaridad alumbrada por valores como la honestidad, el trabajo duro, el coraje, la justicia, la tolerancia, la curiosidad, la lealtad y el patriotismo. “A partir de hoy debemos levantarnos, desempolvarnos y comenzar a trabajar para rehacer Estados Unidos.” La práctica decidirá si esas palabras son generalidades, retórica, mas por lo pronto han servido para convocar a un movimiento de masas sin precedente en la historia reciente de Norteamérica.
En el contexto del discurso sobresalen algunas puntualizaciones de mayor calado. La primera se refiere al binomio Estado/mercado, dogma si los hay de la ideología dominante. Dijo Obama: “La pregunta que nos hacemos hoy no es si el gobierno es muy grande o muy pequeño, sino si acaso trabaja, si ayuda a las familias a encontrar empleos decentes, le da el cuidado que necesita, una jubilación digna... Tampoco la pregunta es si el mercado es una fuerza para el bien o el mal, es un poder para generar riqueza y libertad incomparable. La crisis nos debe recordar que si no hay un ojo vigilante, el mercado puede salirse de control y una nación no sólo puede prosperar en favor de los más prósperos”.
Y tan significativa como las anteriores es la afirmación de que no basta “el tamaño del producto interno bruto” para medir la prosperidad del país más rico de la Tierra. Claro que Obama piensa en remozar el capitalismo, no en enterrarlo, pero al igual que otros reformadores del pasado cree posible y necesario sujetarlo al cumplimiento de objetivos humanos, sociales. Ésa es la gran apuesta que aún no comprenden sus “aliados” que ven la crisis (y el triunfo de Obama) como un accidente grave pero salvable sin una modificación sustantiva del “sistema”. Finalmente, al hablar por primera vez como presidente, Obama hizo una declaración clave: “En cuanto a nuestra defensa común rechazamos la falsa premisa de que hay que escoger entre la seguridad y los ideales”, punto de partida de una rectificación de la postura estadunidense en su papel de guardián del orden internacional. Los escépticos ya saben que Obama fracasará porque, dicen, el imperialismo –con su trama de intereses– no desaparecerá, pero ésa es una visión mecánica y reduccionista que no toma en cuenta los intereses, la voluntad y la acción de los ciudadanos del mundo.
A muchos preocupa que el entusiasmo se troque muy pronto en desilusión, como si Obama hubiera ofrecido solucionar de golpe todos los problemas. El problema existe, pero no está solo en las abultadas expectativas de la gente. Enfrentar la crisis, según la visión delineada por él, supone un cambio mayor en la distribución del poder dentro y fuera de la sociedad estadunidense, esto es, un ajuste de gran envergadura y no un afeite cosmético. Y eso será lo difícil.
Lamentablemente, entre nosotros, comenzando por el gobierno, se espera, en efecto, el milagro de la recuperación económica del vecino sin asumir la complejidad del cambio de paradigma, para decirlo con la frase hecha. No ven que nuestra relación bilateral será distinta en la medida que México –y el resto de los países del sur– tengan un proyecto propio, esto es, una ruta que seguir en la defensa de sus intereses que no son idénticos a los de Estados Unidos, como lo prueba la historia. México no es sólo comercio, migración o narcotráfico, como suele olvidarse.
Incluso los menos pulcros imitadores de la democracia imperial sacarían mejor provecho de su ejemplo si aceptaran que incluso allí, sin embargo, el mundo se mueve. Como siempre.