El arte de la imitación
Para apreciar una imitación es casi indispensable, aunque haya excepciones, conocer a la persona imitada. Es difícil que un hindú ría al ver imitar al presidente de, por ejemplo, Costa Rica. O que un argelino se carcajee ante la imitación de un célébre pero local actor japonés o uruguayo. Y, sin embargo, sí: hay imitadores que logran arrancar la sonrisa a los habitantes de los más diversos países. Podría decirse que han conseguido tocar una cuerda mágica que hace vibrar incluso a quienes desconocen la partitura. Gestos, voces, tropiezos, a la vez tan personales como arquetípicos, que desencadenan el ataque de risa irrepresible. En estas ocasiones, el imitado no existe necesariamente. Puede ser cualquiera de nosotros: el viejo raboverde que se cree seductor, la cuarentona con tubos en la cabeza, la Lolita que engorda chupando una paleta, el político corrupto que se proclama emblema de decencia, la mamá que no cesa de guerrear contra su nuera por el querubín cincuentón que nació de sus entrañas.
Desde luego, si se pretende pasar una buena velada, gracias a los cómicos que imitan a políticos y otras figuras más o menos ridiculizables, es preferible vivir en la ciudad donde tiene lugar el espectáculo, pues no se trata sólo de la lengua, española o francesa, inglesa o bengalí, sino también de los rumores y murmullos del mundillo político y de los secretos de alcoba que cada población saborea tan pronto como olvida.
En Francia hay excelentes imitadores que ridiculizan, para el placentero desahogo del público, lo que se llama equívocamente la cotidiana “realidad” del poder. Presidentes, ministros y otras “personalidades” son asesinadas por el ridículo... si el ridículo aún asesina a alguien.
Pero la imitación no se limita a ridiculizar; puede también elevar un pedestal al imitado. Y este arte es todavía más arduo, y más sofisticado. Porque si imitar significa meterse en la piel y el cuerpo y la mente y el alma del otro, imitar no es dado a todo mundo. Implica una capacidad de escuchar, de ver, de sentir palabras, gestos, sensaciones ajenas, las de ese otro que es el desconocido y en cuya mente se penetra, diría, por infracción. Los camaleones se limitan a imitar color, textura, formas que lo funden y confunden, permitiéndole esconderse en su alrededor. El arte de imitar va más lejos: se trata de meterse en un otro, olvidándose por completo, a riesgo de perder la propia identidad, para llegar a moverse, hablar, pensar, como ese extranjero en que se transforma. Extraña metemsicosis. Tal es la enloquecedora alquimia de la escritura: aprender a olvidarse para poder crear algo distinto a sí mismo.
Se sabe de las magníficas imitaciones con las que Marcel Proust era capaz de hacer reír al mundo más esnob de su época. En vez de reír, tal vez debieron temer ser imitados, y no sólo en un salón mundano. En un libro que iba a eternizarlos, si la eternidad tiene algún sentido, tal cual eran, con la hondura de un conocimiento de sí que no imaginaban ni temían. Risas, frases, poses, disimulaciones, gestos, arrebatos, llantos, ambiciones, envidias. Proust, como lo muestra su maravillosa obra, no se preocupaba de moralismos. No ridiculizaba, no creo que pretendiera sólo hacer reír. Lo prueba su “pastiche” (utilizo este galicismo, pues no tiene la misma ligereza el término “remedo” y nada tiene qué ver con la idea de “plagio”) del Journal de los hermanos Goncourt, que no cesa de confundir al lector distraído haciéndole creer que los Goncourt habrían escrito sobre personajes imaginarios como la señora Verdurin y los miembros de su mundano salón literario.
Nada que ver con el plagio. La imitación es incluso lo contrario de éste. El imitador tiene conciencia de su juego, mientras que el plagiario no parece tenerla. Cuántos autores inconscientes creen inventar cuando sólo repiten, en forma mediocre, lo que fue creado por otro. La inconsciencia es un crimen más grave que el del imitador.