Editorial
Desempleo y crisis económica
De acuerdo con cifras del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), entre octubre y diciembre del año pasado se perdieron alrededor de 413 mil empleos –entre permanentes y eventuales– en los entornos urbanos del país, lo que constituye la peor caída en la ocupación formal en las pasadas tres administraciones.
Estas cifras apuntalan la percepción generalizada de que –no obstante el desbordado optimismo de los funcionarios del gobierno federal durante el año pasado y a pesar de las negativas a reconocer la gravedad de la actual coyuntura– los efectos de la crisis originada en el sistema financiero estadunidense se han manifestado desde hace meses en la realidad nacional, y lo han hecho en una de sus formas más severas: con la pérdida de decenas de miles de empleos y la consecuente zozobra e incertidumbre para otras tantas familias. Cabe mencionar, como botón de muestra de las afectaciones derivadas de los descalabros financieros planetarios, que la industria manufacturera del país –sector altamente dependiente de los ciclos económicos de la nación vecina– acusó, durante el año pasado, un desplome de 11.3 por ciento en su producción, lo que significó el recorte de 8.22 por ciento de su personal.
A juzgar por las proyecciones realizadas por las autoridades del gobierno federal –que han pronosticado, en el mejor de los casos, un crecimiento de cero por ciento para la economía del país en 2009–, es de suponer que las consecuencias de la presente crisis económica planetaria aún no se han expresado en toda su crudeza, y que faltan por venir meses sumamente difíciles, acompañados de una disminución más severa del mercado laboral, más desempleo y mayor crecimiento del sector informal. Debe considerarse, también, el eventual retorno de connacionales que laboran en Estados Unidos, a consecuencia de la reducción en las oportunidades de empleo en aquel país y de la intensificación de las prácticas de persecución de indocumentados por las autoridades estadunidenses. Esto significa no sólo una caída significativa en las remesas de dólares –que el día de hoy constituyen la segunda fuente de ingresos nacionales–, sino también el engrosamiento de las filas de la desocupación.
Cierto: la actual crisis económica tuvo su origen en los descalabros sufridos por los sectores hipotecario, bursátil y financiero de Estados Unidos, y poco o nada habrían podido hacer las autoridades mexicanas para evitar esas situaciones; es claro, sin embargo, que los anteriores gobiernos bien pudieron haber tomado medidas previsoras para que la población enfrentara entornos como el presente de manera menos apremiante. La situación del desempleo en el país se ve agravada por la adopción de medidas que perjudican a los trabajadores y sus familias y que contribuyen a la destrucción del entramado social, como el desmantelamiento de mecanismos de bienestar, la aplicación de una política de contención salarial sumamente injusta, la destrucción de los sindicatos y la eliminación de conquistas laborales con el afán de atraer inversiones foráneas. Poco se ha hecho, en cambio, para promover la creación de empleos, el mejoramiento de la educación y los servicios de salud a cargo del Estado, y el combate a la pobreza y la desigualdad, incluso en los periodos de relativo crecimiento económico.
La circunstancia actual demanda un viraje urgente en esas inercias: guste o no, el gobierno debe echar mano de todos los recursos de los que dispone para crear nuevos puestos de trabajo y defender de los actuales, y por restablecer redes de bienestar social que ayuden a mitigar las consecuencias del desempleo. De lo contrario se corre el riesgo de profundizar los impactos de la crisis económica y de acercar al país a escenarios indeseables de descontento social.