El holocausto palestino
¿Quién puede condenar la violencia en general sin contradecirse? Ante los pogromos de palestinos en Gaza, esa vieja pregunta, repetida en diferentes épocas, queda hoy de nuevo sin respuesta. En nuestras sociedades capitalistas de caos, exclusión y muerte, no es dable una valoración única de las diferentes formas de violencia y de todos sus responsables por igual en todo tiempo y lugar. Huelga decir que existe mucho cinismo, y una doble moral convenenciera que ha trocado en estupidez y complicidad muchas mentes lúcidas, que en la coyuntura se refugian en sofismas o han guardado un silencio profundo, legitimador, ante la barbarie genocida de la operación Plomo Fundido ordenada por las autoridades políticas y militares del Estado de Israel en los territorios árabes ocupados.
“Bárbaro –dice Tzvetan Todorov– es quien niega a otro la plena condición humana. Cometiendo actos bárbaros no se defiende la civilización contra la barbarie: se capitula ante ella haciéndola legítima” (ver Antonio Muñoz, “Una conversación”, “Babelia”, El País, 1º/11/2008). Al respecto, el diario conservador Times, de Londres, consignó que en su actual guerra de exterminio y limpieza étnica infinita, el ejército de ocupación israelí está utilizando proyectiles que contienen napalm y fósforo blanco, armas incendiarias prohibidas que provocan mutilaciones y quemaduras mortales en niños, mujeres y ancianos hacinados en Gaza, convertida en un gran campo de concentración y dividida por Israel en guetos o bantustanes tipo apartheid. También se ha divulgado el uso de bombas de racimo y de un nuevo tipo de armas denominadas Explosivos de Metal Inerte Denso (DIME), hechas con una aleación de tungsteno. Sin duda, métodos dignos de los nazis en sus acciones más brutales.
No obstante, escudadas en una orwelliana autodefensa antiterrorista con visos de “guerra justa” –merced a una legitimada deconstrucción de categorías que esconde la tensión constituyente de la violencia original (la ocupación militar de Palestina por Israel condenada en múltiples resoluciones de Naciones Unidas) y suprime de raíz el derecho a la rebelión, la resistencia, la autodeterminación del pueblo palestino y su lucha por la liberación nacional, mientras convierte al agresor en “víctima gratuita” atacada sin razón–, muchas buenas conciencias, en convivencia pacífica con el statu quo del polo dominante, siembran inteligibilidad o confusión sobre el conflicto y sus causas, al tiempo que asumen como válidas las frías acciones de barbarie reguladora y las rutinarias matanzas burocráticas, asimétricas e (in)humanas ejecutadas por las tropas de asalto del gobierno de Israel, consideradas crímenes de guerra por el derecho internacional consuetudinario.
Hace casi medio siglo, ante el Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra, decía Bertrand Russell en relación con el conflicto de Vietnam: “No se puede equiparar la opresión del agresor a la resistencia de la víctima. Sólo quienes no pueden distinguir entre el levantamiento del gueto de Varsovia y la violencia de la Gestapo, o la lucha por su vida de los partisanos yugoslavos, la resistencia en Noruega, la lucha clandestina en Dinamarca y el maqui francés, de un lado, y los ejércitos invasores nazis, de otro, pueden dejar de enjuiciar los actos de Estados Unidos como moral y cualitativamente diferentes de los actos de la resistencia vietnamita”. A propósito, Raquel Tibol señaló en estas páginas: “Nada más parecido al gueto de Varsovia que el cerco impuesto por Israel a los palestinos, sin que falten muros, alambradas y prohibiciones a introducir alimentos, medicinas, electricidad, así como el libre tránsito de la gente. Nada más parecido al Holocausto que el genocidio contra toda la población palestina, sin que falte el horror de eliminar indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños cuya tierra ha sido invadida” (“Similitudes”, La Jornada, 4/1/2009).
En 1991, ante la creciente ola fascista en Occidente, tras señalar que “el silencio y la inmovilidad societaria han dado pauta a la emergencia del neonazismo”, Arnoldo Kraus, se preguntaba: “¿Ha muerto realmente Hitler?” (“Neonazismo: otra mirada”, La Jornada, 27/11 y 4/12/1991). Con diferentes variables, la respuesta es no. Las víctimas de ayer se han convertido en los victimarios de hoy. Auschwitz es, hoy, Gaza. Y también la nueva Guernika, como antes Faluya. La actual “carnicería” tiene responsables. Para usar la expresión del rabino Yeshayahu Leibovitz, los responsables son los dirigentes “nazi sionistas” de Israel, una potencia colonial militarista en una región estratégica de la economía mundial, que ha sido definida por expertos juristas internacionales como un Estado terrorista. Estado que cuenta, además, con una bien aceitada infraestructura mundial de propaganda, que convierte en “autodiados antisemitas” y seguidores de los Protocolos de los sabios de Sión a aquellos intelectuales de origen judío (Chomsky, Herman, Zinn, Finkelstein, Petras) que objetan su racismo vandálico de Estado. La acusación de antisemitismo es un arma recurrente de la matonería sionista, verbigracia, los casos de Alfredo Jalife y José Steinsleger en La Jornada.
Con conocimiento del sufrimiento humano y convertidos en “rentistas del Holocausto” (Saramago dixit), los nazi sionistas Olmert, Barak, Dagan y Tzipi Livni –discípulos/as ideológicos de Teodoro Herzl y sus seguidores Gurión, Meir, Peres, Rabin, Sharon, Netanyahu–, bestializan al otro, la nueva “raza maldita” palestina. Ésa es la razón de los periódicos asesinatos selectivos y en masa de hombres, mujeres y niños, en función de una política planificada por Dagan y Sharon en 2001, cuyo objetivo hoy es la captura militar de Gaza y el exterminio de milicianos de Hamas (Movimiento de Resistencia Islámica), para terminar de erosionar la unidad nacional palestina y proceder luego a la expulsión total de sus tierras a los habitantes árabes. No obstante, igual que en Varsovia, bajo el cielo de plomo que esconde el cielo azul, la resistencia palestina sigue allí.