Una puerta demasiado grande
La voz de El Larry adquiría distintas voces mientras yo me concentraba en el volante y la noche.
“Subí la voz para que Alma oyera mejor: ‘¿Alguien tendrá por aquí gasolina?’ ¿Cuántas veces iba a tener que repetir la pregunta? Ella interrumpió la contemplación de sus uñas pintadas y largas, agradecida de ser liberada del tedio, así fuera un momento, caminó hacia mí con su humanidad rotunda, se inclinó sobre la mesilla, puso el codo, su cara casi tocando la mía, y dijo: ‘No te va a quedar de otra que ir con Luján. Sales aquí calle abajo, en la primera cuadra te vuelves a la derecha y enseguida vas a ver un galerón de lámina. Allí está Luján. Guarda la gas, y de seguro tiene alguna para vender. Dile que te recomiendo yo. No se te vaya a querer pasar de lanza’.
“Me llevé la mano a la cartera para pagar la cerveza y ella me dijo que no me apresurara, que fuera con Luján y le pagara al regreso. ¿Cómo sabía que iba a regresar? Si encontraba gasolina, no tendría motivos para permanecer en ese Lázaro Cárdenas fantasmal.
“Okey. Salí a la calle, y calle es mucho decir, polvorienta, y me dirigí al tal Luján. ‘La primera cuadra’, ja. La única, debió haber dicho Alma. No había ni perros. Di vuelta como ella indicó y al fondo de un baldío grande y de maleza marchita estaba el galerón de lámina. Toqué con los nudillos en una parte que me pareció la puerta, porque de un orificio le salía una cadena con candado. Fuera de eso, todo el galerón era idéntico, brilloso, nada diferenciaba los muros del techo.
“–¿Quién es? –se oyó un rato después una voz ronca, como de alguien que despierta.
“–Disculpe, ¿tiene gas, digo, gasolina? –carraspeé. Por toda respuesta, sacó la cadena con estrépito y abrió la puerta, que resultó altísima, llegaba al techo, como un hangar, lo que me pareció una exageración.
“Primero se hizo el tonto. Que tenía gasolina sólo para uso particular. Que estaba escasa. Que estaba cara. Mencioné que me recomendaba Alma, y cambió:
“¿Cómo está la dama? –preguntó Luján, que vivía a 500 metros de ella las 24 horas del día, mientras yo venía de paso nada más, qué iba yo a saber de cómo estaba la cantinera del pueblo. Y pueblo es mucho decir.”
***
La carretera y la noche eran una y la misma cosa mientras hablaba El Larry de copiloto. Severiano, el tercer pasajero, roncaba en exceso. El Larry se alzó sobre el respaldo y de plano lo despertó a manotazos: “Estás roncando, güey”.
Jaloneado, el otro gritó sordamente, sobrevalorando la importancia de que lo despertáramos, como para hacernos sentir culpables. Ya parece. Entonces optó por recordar que tenía vejiga, así que nos orillamos a mear los tres.
–Entonces qué –le dije a El Larry– ¿Conseguiste gasolina en Lázaro Cárdenas?
–Claro que sí, pero pérate, lo que no esperé fue el taller de Luján. Eso era, un taller. Y no cualquiera. Parecía un depósito de partes usadas, y luego pensé que era escultor, al mirar aquellos armastostes sobre mesas y herramientas regadas por todas partes. Lo que creí esculturas eran invenciones. Luján resultó inventor. ¿De qué? De pendejadas.
Regresamos al vehículo un poco más ligeros, y Severiano se tiró un clavado en el asiento de atrás para seguir durmiendo.
–Si vuelves a roncar te bajamos –advirtió El Larry, riendo.
–Ay, yayayá, cómo crees –se hizo Severiano el ofendido, o el calumniado. Habrase visto cara más dura.