Usted está aquí: lunes 5 de enero de 2009 Opinión Los juicios orales

Bernardo Bátiz V.
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Los juicios orales

Desde hace varios años, diversas organizaciones civiles, universidades y aun gobiernos estatales han estado promoviendo una “reforma judicial”, así llamada por sus promotores y así aceptada por un sector de políticos que han comprado la idea, sin mucha reflexión y pensando más en la novedad de la terminología, en la oportunidad de los reflectores y en seguir la corriente que es impulsada con muchos recursos pero poco sentido común.

Se manejó como una verdadera campaña publicitaria, con dos vertientes: una consistió en denigrar los sistemas y estructuras de la justicia que se imparte en México, exagerando al máximo los vicios de que adolece, que existen, son muchos y requieren de corrección, pero fueron magnificados y, por otra parte, presentando a la opinión pública diversas propuestas como soluciones infalibles y casi milagrosas, encaminadas, no a mejorar nuestra práctica judicial y nuestra legislación, sino para francamente cambiar todo por algo novedoso aquí, pero muy experimentado en otras latitudes.

Los interesados en la manipulación pagaron viajes, becas y estudios inútiles pero onerosos para tal fin, y lograron poner en el debate nacional el tema, en el que el centro de la propuesta, para efectos de imagen fue la instauración de juicios orales, aun cuando el verdadero interés en el fondo era la justificación de otros cambios que importaban a los gobiernos panistas, que no son otra cosa que una reforma mediante la que puedan emplear mano dura y se justifique un gobierno policiaco y represivo.

De momento lograron avances en ambos sentidos: el sistema mexicano de procuración y administración de justicia –quizá con razón o al menos con una parte de ella– quedó por los suelos como algo inútil y deleznable y los juicios orales se impusieron en varias entidades, además de que ya estamos viviendo en México un régimen policiaco en el que las fuerzas armadas están presentes en todas partes, sin mucha eficacia por cierto, pero proclives al atropello de los derechos humanos, como en el caso de los frecuentes arraigos inconstitucionales, motivados por denuncias de supuestos testigos protegidos que fueron delincuentes y, sin responsabilidad alguna, proporcionan información contra servidores públicos encargados poco antes de perseguirlos.

En ambos sentidos también la reforma –que yo llamo policiaca que no judicial– ha demostrado su debilidad y su rápido agotamiento; en materia de juicios orales el fracaso ha sido evidente, al grado de que medios de comunicación y gobiernos, que fueron sus impulsores, así lo están reconociendo ya expresamente.

Se anuncia que una ONG impulsora de los juicios orales, que actúa con el membrete Renace, prepara un informe sobre los resultados de la festinada innovación, en el que después de estudios acuciosos, reconocerán los pésimos resultados de estos juicios en el estado de Nuevo León, uno de los primeros que adoptó la reforma sin mucho análisis y apresuradamente.

Ya tenía información de jueces y litigantes del estado que reconocían la inutilidad, o casi, de los juicios orales, que no han dado resultado entre otras cosas, porque son más una apariencia con cambios de palabras y de terminología, pero no de fondo.

Varios juristas destacados del país habían señalado que en México los juicios son orales (hay audiencias, desahogo de pruebas y careos en forma verbal) son controversiales o acusatorios y ya son públicos. En el Distrito Federal, como muestra de lo anterior, varios magistrados de las salas penales, interesados en mejorar nuestro sistema de justicia, han celebrado algunas audiencias de vista, en forma pública y oral, sin necesidad de esperar reforma legal alguna.

Lo importante hoy es que los mismos promotores de los cambios empiezan a reconocer su fracaso. La imitación, ley de la sociología estudiada por Gabriel Tarde hace ya algún tiempo, no da siempre buenos resultados; en el caso de los juicios orales, muy malos, entre otras razones, por encerrar en el fondo un complejo de inferioridad, una admiración reverencial por lo que nos viene de fuera y trata de imponérsenos a toda costa.

Si requerimos una reforma, lo es más que de leyes, de prácticas y de actitudes, tanto de servidores públicos, de litigantes y de ciudadanos en general. Nuestro sistema procesal de investigación de los delitos y persecución de los mismos, no es tan malo como lo pintan; podemos y debemos arreglarlo, es obligación de los gobiernos y las legislaturas, pero no necesariamente mal copiando y adoptando reglas y prácticas que ni son tan eficaces en sus lugares de origen, ni garantizan por sí mismas nada, como los ciudadanos ya lo percibían y como ya lo están reconociendo los mismos impulsores de la imitación extralógica.

Otro sí digo: En Celaya, donde pasé el último día del año, tuve ocasión de conocer uno de los elefantes blancos del foxismo. El Malecón del Río, obra que sin duda fue un gran negocio para los contratistas y los intermediarios, y un fracaso que causa risa y coraje simultáneos a los celayenses. La obra pensada para ser fastuosa, quizá un capricho de Martita, esta hoy abandonada e inconclusa, con sus plazas de nombres cursis, como plaza de los artistas o plaza de los niños, llenas de maleza y basura, cubiertas de piedras de mármol desprendidas y robadas en partes y grafitos en los puentes que van de un lugar vacío a un llano abandonado y no sé cuantos millones de pesos que habrían sido útiles para otra cosa, están ahí enterrados como un monumento a la estulticia.

 
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