La Muestra
■ Fados
Con Fados (2007), el realizador español Carlos Saura concluye su trilogía musical (Flamenco, 1995; Tango, 1998). Tal vez lo más interesante en su propuesta más reciente no sea la realización misma del documental –desvirtuada por sus manierismos formales–, sino la recuperación de una expresión musical portuguesa, de fuerte arraigo local, que no se difunde lo suficiente en países de habla hispana. Saura destaca la interpretación de dos máximas figuras del fado en Portugal: Amalia Rodríguez (a partir de imágenes de archivo) y Carlos do Carmo (de 67 años, quien no sólo canta en la cinta, sino también hace las veces de narrador); asimismo, de los artistas de expresión portuguesa (Cesária Evora, Chico Buarque, Caetano Veloso), y de otras figuras: Mariza y la mexicana Lila Downs, para registrar las variaciones que el fado puede tener en diversas partes del mundo.
Uno de los propósitos de la cinta es dar carta de reconocimiento a esta tradición musical que data de inicios del siglo XIX y lograr que la UNESCO la reconozca (y preserve) como patrimonio de la humanidad. Despojarla también de ese lastre folclórico que ha permitido que de ser en sus orígenes una expresión artística marginal (música de arrabales, prostíbulos, marineros, inmigrantes de antiguas colonias portuguesas), se convirtiera en los largos años de la dictadura en emblema y ornato nacional, una expresión más del conservadurismo lusitano. En una de las mejores secuencias de la película vemos al brasileño Chico Buarque interpretar la melodía Fado tropical con un fondo de imágenes de la llamada Revolución de los claveles, de 1975. Con ello se pretende marcar una transición cultural y posiblemente el inicio de la recuperación del fado como una música eminentemente popular, de arraigo barriobajero. Una música llena de nostalgia (saudade), con un componente trágico inscrito en su propio nombre, ese fado que en portugués quiere decir destino.
La globalización del fado la propone Saura no sólo incorporando al documental figuras de países diversos, sino también ensayando las fusiones con otros ritmos (flamenco, rap, música africana). Los resultados no siempre son afortunados, pero la intención de revitalizar al viejo fado no deja de ser encomiable. La cinta misma se presenta como un híbrido artístico, mezcla de teatro y cine que elige en Madrid un escenario por el que desfilan las presencias estelares. Grandes mamparas translúcidas, pintadas en tonos pastel, sirven de fondo a las caprichosas evoluciones de bailarinas y acompañantes que transforman la expresión muy intimista del fado en un espectáculo de luz y sonido, a ratos muy fallido.
La fotografía de Eduardo Serra se somete con evidencia a los humores cambiantes del director vuelto escenógrafo: se multiplican los espejos y en ellos la duplicación gratuita de un rostro o la magnificación de una figura o algún forzado delirio coreográfico. ¿Qué objeto tiene tanto alarde visual cuando el fado sólo precisa, como expresión óptima, de una atmósfera de taberna? Prueba de ello es la estupenda secuencia final en la Casa de los Fados, un recinto bohemio con paredes saturadas de fotos viejas, donde alternan tres cantantes en una justa de voces melancólicas. Fados de Carlos Saura ofrece así una increíble paradoja: la cinta se disfruta doblemente cuando el espectador cierra los ojos, prescinde de las imágenes de elaboración pretenciosa y se abandona al espléndido placer del canto.