Usted está aquí: domingo 23 de noviembre de 2008 Cultura La jungla polaca

La jungla polaca

Ryszard Kapuscinski

Ampliar la imagen Portada del libro de Kapuscinski Portada del libro de Kapuscinski Foto: Keystone/ Hulton Archive/ Getty Images

“(...) Hasta el límite de nuestras posibilidades, debemos oponernos a todo aquello que puede engendrar una nueva guerra, un nuevo asesinato, una nueva catástrofe. Pues nosotros, los que hemos sobrevivido a una guerra, sabemos cómo empieza, cómo surge (...)”. Todavía vigentes estas líneas casi finales que el humanista Ryszard Kapuscinki escribió en “Ejercicios de la memoria”, el primero de los textos que integran esta nueva edición de La jungla polaca, publicada por Anagrama, en coedición con la Universidad Autónoma de Nuevo León, que con autorización de la editorial ahora ponemos a disposición de los lectores de La Jornada, como un adelanto.

Ejercicios de la memoria

La guerra total tiene mil frentes; en tiempos de una guerra así, todo el mundo está en el frente, aunque nunca haya pisado una trinchera ni disparados un solo tiro.

Ahora, cuando retrocedo con la memoria a aquellos años, constato, no sin cierta sorpresa, que recuerdo mejor el comienzo que el final de la guerra. El comienzo está para mí claramente situado en el tiempo y el espacio; puedo reconstruir sin dificultad su imagen, porque ha conservado todo su colorido y toda su intensidad emocional. Empieza el día en que de repente, en el límpido cielo de un verano que languidece (y es que el cielo del treinta y nueve era maravillosamente azul, sin una sola nube), veo aparecer en lo alto, muy alto, doce puntos de plateados destellos. Toda la bóveda celeste, altiva y radiante, empieza a llenarse de un rumor monótono y sordo que yo nunca había oído. Tengo siete años, me encuentro en un prado (estábamos en un pueblo de la Polonia oriental cuando estalló la guerra) y no quito ojo a los puntos, que apenas parecen deslizarse por el cielo. De repente, en las proximidades, junto al bosque, suena un estruendo terrible, oigo con qué estrépito estallan las bombas (sólo más tarde sabré que se trata de bombas, pues en ese momento aún no sé que existe tal cosa; un niño de la Polonia profunda que no conoce la radio ni el cine, que no sabe leer ni escribir y que nunca ha oído hablar de la existencia de guerras y de armas mortíferas, ignora la sola noción de bomba) y veo cómo saltan por los aires gigantescos surtidores de tierra. Quiero correr hacia este espectáculo extraordinario que me deja atónito y fascinado, pues todavía no tengo ninguna experiencia de la guerra y no sé unir en una misma cadena de causas y efectos aquellos brillantes aviones de color gris plateado, el estruendo de las bombas y los plumeros de tierra que se elevan hasta las copas de los árboles, con el acechante peligro de muerte. Así que echo a correr hacia el bosque, hacia ese extraño lugar donde caen y explotan las bombas, pero un brazo me agarra por el hombro y me tira al suelo. “Sigue tumbado –oigo la voz temblorosa de mamá–, no te muevas”. Y recuerdo cómo, al apretarme contra su pecho, me dice algo cuyo sentido se me escapa y por el que me propongo preguntar más tarde: “Ahí está la muerte, hijo”.

(...)

Nos adentramos en un paisaje cada vez más siniestro. A lo lejos, la línea del horizonte se presenta cubierta de humo; pasamos junto a pueblos abandonados, a casas solitarias, calcinadas. Atravesamos desolados campos de batalla, cubiertos por armas y otros objetos abandonados, pasamos junto a estaciones de ferrocarril bombardeadas y vehículos volcados. Hay un penetrante olor a pólvora, a quemado, a carne en estado de descomposición. Por todas partes nos topamos con cadáveres de caballos. El caballo –animal grande e indefenso– no sabe esconderse; durante los bombardeos se queda quieto, esperando la muerte. Hay caballos muertos a cada paso, ya allí mismo, en medio del camino; ya a un lado, en la cuneta; ya algo más lejos, en pleno campo de cultivo. Yacen patas arriba, increpando al mundo con sus pezuñas. No veo personas muertas en ninguna parte, pues las entierran enseguida; tan sólo cadáveres de caballos –negros, bayos, atigrados, alazanes...–, como si no se tratase de una guerra humana sino equina, como si fuesen ellos los que se hubieran enzarzado en una lucha a muerte, como si fuesen ellos las únicas víctimas de estos embates.

Llega el invierno, hace un frío atroz. Cuando se pasa mal, lo percibimos como dolor: el frío se vuelve más penetrante que nunca; para la gente que vive en condiciones normales, el invierno no es más que la estación del año de turno, preludio de la primavera, pero para los desgraciados y los infelices, es una catástrofe, un infierno. Y el primer invierno de la guerra ha sido realmente gélido. Las estufas de nuestro piso están frías y las paredes, cubiertas por una capa de escarcha blanca y lanosa. No tenemos con qué hacer fuego porque no se puede comprar leña; tampoco es posible robar ningún haz. El castigo por hurtar carbón: la muerte; por hurtar madera: la muerte. La vida humana vale ahora tanto como un pedazo de carbón o un trozo de madera. No tenemos nada para comer. Madre se pasa horas enteras en la ventana, estoy viendo su pétrea mirada. En muchas ventanas de puede ver a personas mirando hacia la calle, por lo visto esperan algo, confían en que algo suceda. Con una pandilla de chiquillos, deambulo por los patios; medio jugamos, medio buscamos algo que llevarnos a la boca. A veces, a través de una puerta, nos llega el olor a sopa hirviendo. En momentos así, uno de mis amigos, Waldek, mete la nariz en una de sus rendijas y empieza a aspirar febril y frenéticamente aquel olor al tiempo que con auténtica fruición se frota la barriga, como si estuviese sentado a una mesa llena de manjares; no tardará, sin embargo, en volver a mostrarse alicaído y de nuevo se sumirá en la tristeza. En una ocasión, llega a nuestros oídos la noticia de que en la tienda junto a la plaza del Mercado van a distribuir caramelos. Nos plantamos allí enseguida y formamos una larga cola de niños ateridos y hambrientos. Hace rato que han pasado las primeras horas de la tarde y se acerca el crepúsculo. En medio de un frío glacial, pasamos allí el resto del día, toda la noche y aun el día siguiente. De pie, nos pegamos unos a otros, nos abrazamos, todo con tal de calentarnos un poco, con tal de no congelarnos. Finalmente, abren la tienda, pero en lugar de las golosinas, cada uno de nosotros recibe una lata vacía que sí las había contenido (¿qué dónde han ido a parar los caramelos?, ¿que quién se los ha quedado?, lo ignoro). Debilitado, rígido de frío y, sin embargo, feliz en ese momento, llevo a casa el botín: vale mucho, pues la pared interior de hojalata conserva, adheridos, restos de azúcar. Ahora madre hierve agua y la vierte en la lata; así obtenemos una bebida caliente y dulzona, nuestro único alimento.

(...)

Cerca de mi pueblo hay un bosque y en ese bosque, junto a la aldea llamada Palmiry, hay un prado. En este prado los SS llevan a cabo sus ejecuciones. Al principio sólo fusilaban de noche, y entonces nos despertaba el sordo eco de sus rítmicas y repetitivas descargas. Pero ahora también lo hacen de día. Traen a los condenados en las cajas herméticamente cerradas de unos camiones verde oscuro; al final de cada columna va el camión que trae al pelotón de fusilamiento. Los hombres que integran los pelotones van vestidos invariablemente con largos capotes, como si un capote largo y ceñido con un cinturón constituyese el indispensable atrezo del ritual del asesinato. Cuando aparece una de estas columnas, nosotros, un nutrido grupo de niños del pueblo, la espiamos desde nuestros escondites entre los arbustos que flanquean el camino. Dentro de un momento, más allá de la cortina de los árboles, empezará a ocurrir algo que tenemos prohibido mirar. Siento cómo se apodera de mi cuerpo un helado hormigueo, cómo tiemblo todo. Con la respiración cortada, esperamos los ecos de las descargas. Ya se oyen. Y luego, algún que otro tiro suelto. Al cabo de un tiempo, la columna regresa a Varsovia. En el último camión van los SS del pelotón de fusilamiento. Van fumando y charlando.

(...)

Durante toda la guerra soñé con un par de zapatos. Tener zapatos. Pero ¿cómo conseguirlos? ¿Qué se debe hacer para lograr un par de zapatos? En verano voy descalzo y tengo las plantas de los pies curtidas como un cinturón de cuero. Al principio de la guerra, padre me fabricó unos zapatos de fieltro, pero como no es zapatero, tienen un aspecto lamentable; además he crecido y me van pequeños. Sueño con unas botas fuertes, macizas, claveteadas; de esas que al golpear sobre el empedrado producen un sonido claro e inconfundible. En aquel entonces, estaban de moda las botas de caña alta; las cañas eran un símbolo de masculinidad, de fuerza. Era capaz de pasar horas con la vista clavada en los buenos zapatos, me gustaba el brillo de la piel, me gustaba escuchar su crujido. Pero no sólo se trataba de la belleza de un buen zapato, ni de la comodidad, del confort. Un par de botas sólidas era símbolo de prestigio, de poder absoluto; el zapato endeble y roto era señal de humillación, estigma de un ser humano al que habían arrebatado toda su dignidad, condenándolo a una existencia infrahumana. Tener botas significaba ser fuerte e, incluso, simplemente, ser. Pero, en aquellos tiempos, todos los zapatos por mí soñados y con los que me topaba en las calles y en los caminos pasaban indiferentes a mi lado. Y yo me quedaba (convencido de que me quedaría así ya para siempre) con mis toscos zuecos, cubiertos por trozos de una lona negra a la que, con ayuda de una sustancia alquitranada, intentaba –sin éxito– sacarle una pizca de brillo.

En 1944 me convertí en monaguillo. Mi cura era el capellán de un hospital de campaña. Hileras de tiendas camufladas se extendían en medio de un pinar en la orilla izquierda del Vístula. Durante la sublevación de Varsovia, antes de que se desencadenara la ofensiva de enero, el lugar fue escenario de un febril y extenuante ajetreo. Desde el frente, que rugía y humeaba en las proximidades, venían a todo gas camiones ambulancia. Traían a los heridos, a menudo inconscientes, colocados con prisas y sin orden uno encima de otro, como si se tratase de sacos de trigo (sólo que eran sacos empapados en sangre). Los camilleros, también ellos medio muertos de agotamiento, sacaban de los vehículos a los heridos y los colocaban sobre la hierba. Luego cogían una manguera de goma y les echaban fuertes chorros de agua fría. Aquellos heridos que empezaban a dar señales de vida eran trasladados a hombros a la tienda que albergaba la sala de operaciones (delante de aquella tienda, directamente sobre el suelo, se levantaba, renovado cada día, un montículo de piernas y brazos amputados); en cambio, aquellos que ya no se movían eran llevados a una enorme fosa que se hallaba en la parte trasera del hospital. Precisamente allí, junto a aquella tumba infinita, me pase horas enteras al lado del cura, sosteniéndole el breviario y la pileta de agua bendita. Repetía tras él una oración por los muertos. A cada caído le decíamos “Amén”, docenas de veces al día “Amén”, y siempre con prisas porque muy cerca de nosotros, justo detrás del bosque, la máquina de la muerte trabajaba sin descanso. Hasta el día en que todo amaneció desierto y en silencio; cesó el trasiego de los camiones ambulancia, desaparecieron las tiendas de campaña (el hospital se había trasladado al oeste) y en el bosque no quedaron sino cruces.

 
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