La soledad y el laberinto
La crisis se abre paso y no perdona metáforas: ni catarrito ni blindajes sino desempleo abierto y creciente y reducción sostenida de ocupación y salarios. Los hombres de negocios, encabezados por su vocero, no se comprometen a mantener la nómina, y en lugar de ello dan clases de teoría económica elemental, mientras el presidente Calderón invoca a Friedman y a Keynes y llama en su auxilio a Sigmund Freud. Sólo los ingenieros apuntan bien y echan a andar sus fideicomisos para la construcción, y en voz de Carlos Slim reclaman consistencia anticíclica: inversión en infraestructura, crédito efectivo, y defensa de la pequeña y la mediana empresa, donde se aloja casi 50 por ciento del empleo existente.
No contamos con la información suficiente, pero la que circula de mesa en mesa reporta endeudamiento externo de las grandes empresas por encima de sus capacidades de pago, caídas súbitas en las decisiones de inversión de las multinacionales, azolvamiento excesivo de los canales del gasto público, cuyo flujo es vital para salir al paso al derrumbe de la producción amarrada a las exportaciones, y sobre todo para atenuar el efecto dominó que tendrá sobre el resto del cuerpo económico, que se había acostumbrado a reptar a la sombra del éxito exportador y de la maquila mexicana. La realidad es que los espacios creados por las aperturas de fin de siglo se cierran inclementes, y con las horas se configura un nuevo laberinto donde la soledad se impone sin alivio.
No contamos con los mecanismos mínimos para defender a los débiles y a todos aquellos que se incorporan al ejército de los vulnerables debido al desempleo masivo. Por ahí habría que empezar, tomando en serio la magnitud previsible del impacto social que una economía de por sí horadada tendrá sobre la gente en su declive. A diferencia de lo ocurrido hace casi un siglo, hoy la mayoría de los mexicanos está inscrita en la economía de mercado y de sus veleidades depende: no hay milpa generosa ni aldea que acoja al desalojado de la fábrica, la construcción o el comercio. La economía se volvió totalmente social, y el principio de interdependencia, que es propio del capitalismo, es ley universal: todos estamos en el mismo barco y no hay salvación en solitario. Asumir esta abrumadora realidad es tarea general, pero convertirla en programa de acción y compromiso colectivo es misión de la política y de los políticos.
Tendrá que ser en el Congreso donde se velen las armas y se ponga a prueba la capacidad que le reste al Estado para proteger y promover. Si es preciso (yo pienso que es urgente), habrá que revisar la ley del Banco de México y la propia Constitución para dotarlo de responsabilidades expresas con el crecimiento y el empleo, y desde luego dejar atrás las supercherías del “déficit cero” y la división sectorial del presupuesto, para reconvertir el gasto público en un dinamo que articule la actividad empresarial y defienda la salud de todos y la nutrición de niños y viejos.
Si a esta recuperación del Estado pudiéramos agregar un crédito oportuno y encaminado a la resurrección de la banca de desarrollo, habríamos dado los primeros pasos hacia la madurez de la política económica y social que la hora exige. Atrás deberían quedar los mitos de la economía autorregulada y hasta los gobernantes habrían aprendido a distinguir entre los valores y los precios (o entre Keynes y Friedman).
El tiempo y el espacio cambiaron radicalmente su sentido con la globalización. Con esta primera crisis universal tendremos que reaprender a contar las horas y medir las distancias. La sociedad joven y adulta que se asomó al nuevo milenio encara ahora su primer examen extraordinario, y sin acordeón a la mano.