Usted está aquí: martes 18 de noviembre de 2008 Opinión G-20

José Blanco

G-20

Las optimistas declaraciones de los líderes del G-20 ampliado parecen más pensadas para agregar tranquilidad “a los mercados” que para encarar una reforma de fondo del sistema financiero mundial, medida que sería de todos modos insuficiente para que el mundo se plantee un crecimiento equilibrado de largo plazo en el marco de la acelerada revolución tecnológica que trastoca a todas horas la operación de los mercados y continúa concentrando el ingreso.

Los acuerdos alcanzados el pasado 15 de noviembre son sin duda importantes, pero aún así los líderes parecen festinar más de la cuenta su contenido efectivo. Hay temas que no están en la agenda a la que volverán en abril, pero además, en la Declaración de la cumbre de Washington coexisten posiciones no exentas de contradicciones.

En el octavo de los principios del documento referido se dice: “aplicaremos reformas que fortalecerán los mercados financieros y los regímenes regulatorios para evitar futuras crisis. La regulación es primero, y ante todo, responsabilidad de los reguladores nacionales, que constituyen la primera línea de defensa contra la inestabilidad del mercado. Sin embargo, nuestros mercados financieros son de ámbito global. Por ello, la cooperación internacional reforzada entre reguladores y el fortalecimiento de los estándares internacionales, donde sea necesario, y su aplicación consistente es necesaria para la protección contra acontecimientos transfronterizos, regionales o globales, que afecten a la estabilidad financiera internacional”.

La palabrita “reguladores” puesta ahí al desgaire se refiere centralmente al Fondo Monetario Internacional, al Foro de Estabilidad Financiera –institución vinculada al G-7 y quizá, sin que haya sido mencionado, al monopolio de las calificadoras gringas. Todavía un día antes de la Cumbre de Washington, además, un documento de Bush buscaba incluir como mecanismo regulador a la Reserva Federal de Estados Unidos.

Es evidente que el futuro del sistema financiero internacional está aún lejos de definirse. Según informó Reuters el pasado día 13, Nicolas Sarkozy había dicho días atrás que el dólar no debía seguir siendo considerado la única moneda mundial. Bush expresó el mismo día que el mundo entero cree que Estados Unidos todavía es el dirigente de la economía mundial. El tema de Sarkozy no está en la agenda. De otra parte la herejía keynesiana del déficit fiscal, como medida contracíclica, dejó de serla para el entero G-20, y todos la adoptaron como medida general.

China ha mostrado su disposición para coadyuvar a remontar la crisis. Con todo, El Diario del Pueblo editorializó en Pekín, en síntesis: las medidas adoptadas por Occidente no tenían suficiente intensidad, y quedaron rezagadas con respecto al desarrollo de la crisis. En septiembre, antes del deterioro drástico de la crisis financiera, América y Europa inyectaron recursos monetarios en el mercado financiero para superar la insuficiencia de liquidez. Pero en aquel momento la crisis financiera potencial no era de insuficiencia de liquidez, sino de la pérdida de la capacidad de pago de las grandes instituciones financieras que se hallaban al borde de la bancarrota. Cuando el acento de sus políticas pasó a tratar los casos aislados de bancarrota de algunas instituciones monetarias, la crisis se había convertido ya en “riesgo del sistema”. En tal situación, algunos países de América y Europa cambiaron su estrategia en octubre. Lanzaron en oleadas proyectos emergentes de respuesta, que incluyeron principalmente inversión de capital en bancos, garantías para los préstamos bancarios y seguros para los depósitos.

Al mismo tiempo, dada la importancia de la coordinación política internacional, varios bancos centrales de los grandes países se coordinaron para bajar las tasas de interés. Estas medidas de emergencia han jugado su papel para atajar el deterioro progresivo del mercado financiero, especialmente el mercado hipotecario, pero después de sufrir heridas tan serias, el mercado no ha podido restaurar su estabilidad en el corto plazo.

Después de mediados de octubre, la crisis financiera mundial entró en una nueva etapa. La economía real de los países desarrollados comenzó a mostrar signos de recesión: contracción del consumo y de las inversiones comerciales, y aumento de desempleo. Al mismo tiempo, la crisis financiera se extendió rápidamente hacia las economías emergentes. Esto provocó la disminución de las inversiones extranjeras ahí, alto costo para atraer capital, drásticas bajas de los precios de productos primarios y retracción de las exportaciones.

La baja de la tasa de interés y otras políticas monetarias para incrementar la liquidez pueden jugar un papel para estabilizar el mercado financiero y estimular la demanda. Pero para enfrentar una crisis financiera global, las políticas monetarias aisladas no pueden prevenir con eficacia la retracción del consumo y del estancamiento de la inversión. Incluso con tasas de interés a un nivel muy bajo y aumentos progresivos de la liquidez, las economías reales no podían así incrementar su demanda por falta de confianza de los consumidores y de los inversionistas.

En tal situación, el gobierno debía aumentar sus inversiones en infraestructura, elevar los gastos de servicios sociales, canalizar el dinero del sistema bancario invertido por el Banco Central, a las economías reales, aumentar el empleo, incrementar los ingresos de los habitantes, y restaurar la confianza de los consumidores e inversionistas.

Los chinos así procedieron: invertirán 570 mil millones de dólares, que se usarán antes de 2010 para financiar 10 programas, incluidos la construcción en infraestructura, en ferrocarriles, carreteras y aeropuertos, en la innovación tecnológica y la reconstrucción de las zonas afectadas por el terremoto del pasado 12 de mayo.

El G-20 decidió imitar en parte ese programa, sin dejar de intentar, cada uno, pescar en río revuelto.

 
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