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Muerte del Agua El sutil metabolismo hídrico del planeta renquea. Grave cosa, pues del vasto e intrincado sistema circulatorio que fluye en todo lo que vive y entre el mundo animado y el inanimado dependemos todos: los que vuelan y los que nadan, los que caminan y los que reptan, los que enraízan y los que se dejan ir... El agua nos parió y gracias a nosotros, sus hijos, hoy el agua está viva. Pero si matamos al agua, con ella muere también la vida. La presencia de agua en los planetas es señal de que quizá algo en ellos alienta, pues nosotros, los vivientes, del agua venimos y agua somos. Tres cuartas partes de nuestro organismo son agua y al perder un 20 por ciento del agua que nos forma los más complejos perecemos. Agua es el protoplasma de las células y en forma de savia, de linfa, de semen, de sangre, de leche, de orina, de sudor o de lágrimas, los humores acuosos preservan y regeneran la vida. Antes de nacer los mamíferos nos formamos suspendidos en el tibio mar interior que es el útero. Los ovíparos vienen al mundo en milagrosas cápsulas de agua. Disueltos en agua los vegetales toman del suelo los nutrientes y sin agua no hay fotosíntesis. Pero por culpa nuestra el agua está enferma. Mares, lagos y corrientes grandes y pequeñas están contaminados por desechos tóxicos y de los 500 ríos mayores la mitad se está secando, entre ellos el Nilo en Egipto, el Amarillo en China, el Colorado en Estados Unidos, el Ganges en la India y el Jordán en Palestina. Y todo por causa de obras hidráulicas tan colosales como torpes. Y la humanidad está sedienta. Según la ONU, mil 300 millones de personas no tienen acceso al agua potable mientras que 31 países enfrentan escasez grave, lo que sin duda empeorará por los efectos del cambio climático. Y la demanda hídrica se duplica cada 20 años. “Las guerras del siglo XX serán por el agua”, dijo Ishmael Sarageldin, ex vicepresidente del Banco Mundial, que algo sabía de esto pues fue promotor de la privatización del vital líquido. De las aguas, la dulce es la menor, la más recóndita, la más esquiva, la más escasa, la más preciada. Porque 94 por ciento del agua es salobre, y del seis por ciento que es dulce, 4.3 por ciento es subterránea y 1.7 por ciento está helada. De modo que el agua dulce de la atmósfera y la superficie terráquea: nubes, lluvia, ríos, lagos, humedales... es apenas el 0.03 por ciento del agua toda. Ensucian el precioso líquido las aguas servidas de las ciudades, las descargas industriales, los derrames accidentales de tóxicos y los agroquímicos del campo. Pero si los accidentes son los más aparatosos y la contaminación industrial la más severa, la polución rural es la de mayor extensión. No era así, pero en el siglo XX se impuso en la agricultura un modelo intensivo que resultó hídricamente insostenible, entre otras cosas porque los pesticidas contaminan ríos, lagos, mares y mantos freáticos y los fertilizantes nitrogenados sobrealimentan al agua, ocasionando proliferación de algas y reducción del oxígeno. La pluralidad de los ecosistemas es odiosa para la economía del gran dinero y desde hace más de dos siglos el capitalismo está tratando de sustituirla por la llamada agricultura industrial, cuya obsesión es cambiar la diversidad biológica por los monocultivos. Y para ello debe talar los bosques, aplanar los suelos y encarcelar las aguas. Una de las expresiones de este afán son las grandes obras de riego del siglo XX. Aprovechar mejor el agua ha sido desafío permanente de la humanidad y todas las civilizaciones importantes han desarrollado ingeniosos sistemas de regadío. Así sucedió en Mesopotamia, entre los ríos Éufrates y Tigris; en Egipto, a orillas del Nilo; en la India, a la vera del Indo; en los lentos meandros del río Amarillo en China; y en nuestro cultivo chinampero del lago de Xochimilco. Pero, como todo en el sistema del gran dinero, el problema con sus obras hídricas es la escala, la velocidad y la torpeza socio-ambiental: la total desconsideración por los hombres y por la naturaleza, con que actúa el atrabancado capital. Mientras que en el año 1800 había ocho millones de hectáreas de tierras irrigadas, hoy se han multiplicado por 30 y son 240 millones de hectáreas bajo riego, donde se cosecha 40 por ciento de los alimentos, por lo que dependemos vitalmente de ellas. El problema es que por las grandes presas se ha desplazado a millones de personas –generalmente a la mala– y se han alterado severamente las cuencas. Hoy los vasos de las presas se extienden sobre un millón de kilómetros cuadrados y contienen seis veces más agua que todos los ríos juntos. Pero sucede que los pantanos así creados contribuyen fuertemente al calentamiento global, pues la vegetación sumergida expulsa bióxido de carbono y metano. Además de la pérdida por evaporación, que representa el 10 por ciento de toda el agua que empleamos. Por si fuera poco, las más socorridas prácticas de irrigación a la larga son insostenibles, pues por riego intensivo se puede elevar el manto freático hasta la superficie, y la gran evaporación en suelos anegados precipita las sales de las aguas esterilizando paulatinamente el suelo, que se vuelve inútil para la agricultura. Por esta causa, se ha perdido ya la quinta parte de todas las tierras cultivables. Durante el siglo pasado se construyeron más de 800 mil presas, de las cuales 45 mil tienen cortinas de más de 15 metros de altura y un centenar son aún mayores. En 1950 había cinco mil presas de grandes dimensiones, pero en apenas medio siglo se edificaron otras 40 mil, la mayor parte en los últimos 30 años. Y en menos de una centuria la bendición de las aguas embalsadas devino tragedia. Como sucede en otros ámbitos críticos, la insostenibilidad hídrica del capitalismo se origina en la velocidad y la escala que impone la lógica de lucro. En México hay unas cuatro mil presas, de las cuales 667 son grandes y representan el 70 por ciento de la capacidad total de embalse. Nuestras presas cumplen muchas funciones: generan energía hidroeléctrica, alimentan sistemas de riego, controlan avenidas, recargan acuíferos, proporcionan esparcimiento y cobijan peces. Beneficios que se podrían lograr con obras más pequeñas y eficientes que minimizan los impactos en las comunidades y los ecosistemas. En Estados Unidos se han desmantelado 465 presas por razones ambientales, en cambio en México hay alrededor de 50 nuevas planeadas o en construcción. Y hay también un fuerte movimiento de resistencia social. Si es tosca y hostil nuestra relación con el agua dulce, también lo es nuestro trato con la salobre, pese a que de la pesca marina obtenemos grandes cantidades de alimentos así como abundantes insumos pecuarios. La pesca es mucho más tardía que la caza o la recolección, y con sus ocho mil años de historia, su curso es más corto que el de la agricultura. Por mucho tiempo fue una actividad en pequeña escala, hasta que el ferrocarril facilitó el transporte y a fines del siglo XIX las pesquerías devinieron pequeñas industrias. Pero la pesca propiamente industrial debió esperar hasta la segunda mitad del siglo pasado –cuando la idea de que los mares podían alimentar al mundo y que controlarlos sería un gran negocio– para impulsar la captura de fauna marina en gran escala operada por poderosas corporaciones. Se generalizó entonces la pesca de altura realizada por extensas flotas, con barcos de gran tonelaje equipados con frigoríficos que pasan largas temporadas en el mar y operan desde puertos especializados. Enormes empresas que emplean sistemas de extracción cada vez más agresivos y que para ubicar los bancos de peces utilizan métodos prospectivos como el sonar –desarrollado con fines bélicos en la segunda guerra mundial– y más tarde sistemas de detección aérea y por satélite. En los años 60s la pesca se expande aceleradamente y la captura pasa de 40 a 60 millones de toneladas. Pero, aunque lo parezcan, los océanos no son inagotables pues contienen apenas 10 por ciento de la biomasa del planeta, y la pesca abusiva e irresponsable, iniciada hace algo más de medio siglo, en menos de dos décadas acarreó severa reducción de las poblaciones y con ello el desplome de las capturas. Así, en los 70s se derrumbó la pesca de anchoa frente a las costas de Perú, que había tenido un ascenso espectacular, y por los mismos años se extinguió la sardina del Pacífico. Como la agricultura industrial, que recibe un impulso decisivo a mediados del siglo XX con la llamada Revolución Verde, en la pesca industrial se desarrolla por esos mismos años la Revolución Azul. Y si el cambio de hábitos en la alimentación, con predilección por cárnicos y lácteos, hace que la producción agrícola se destine cada vez más a fines forrajeros, también aumenta, hasta representar un tercio del total, la captura de especies marinas que se orienta a la elaboración de piensos para el ganado. Otro rasgo común de la agricultura y la pesca intensiva e industrial del siglo XX es que se trata de actividades a la larga insostenibles y si los suelos y aguas dulces se degradan progresivamente, la fauna marina es el recurso natural más sobre explotado, al extremo de que en tres cuartas partes de los mares la pesca excesiva abate poblaciones y destruye equilibrios bióticos, afectando a especies que por lo general son de lenta recuperación. Todas las aguas, el agua. Fluye, corre, se congela, se estanca o se despeña; se vuelve bruma y nube para precipitarse en forma de lluvia, de granizo, de nieve; el agua se alza en mareas, se encrespa en tormentas y se arremolina en huracanes. Pero así como el fuego es siempre fuego, el agua es siempre agua: una en sus metamorfosis, idéntica a sí misma. Muchas son las apariencias del agua, pero todas con un aire de familia. En el pensamiento de los primeros filósofos griegos el agua es física y a la vez metafísica. “Para las almas la muerte consiste en volverse agua, para el agua es muerte volverse tierra; mas a la inversa también, de la tierra se hace agua y de agua alma”, decía Heráclito, el oscuro de Éfeso. Y los pueblos mesoamericanos reverenciaban a dioses del agua: los aztecas a Tláloc, Tlaloctzin, el vino de la tierra, y a su pareja Chalchiuhcueye, la de la falda de jade, o Chalchihuitli huipil, la de la camisa de jade; los mayas rendían culto a Chac; los zapotecas a Cocijo; los mixtecos a Dzaui, y los tarascos a Tirípeme. No sería malo que hoy recuperáramos, si no esa veneración sí cuando menos ese respeto. Porque el agua que sabe a nada, que huele a nada, que tiene forma de nada pues se acurruca en sus recipientes; el agua que es tan sólo agua y no se parece a cosa alguna, es por fuerza un espejo, un espejo de agua que nos devuelve nuestra verdadera faz. Armando Bartra |