Posneoliberalismo, reforma universitaria y excelencia académica Pablo Gentili (*) América Latina, 90 años después del estallido de la Reforma Universitaria de Córdoba, enfrenta una coyuntura política de enormes oportunidades y expectativas democráticas. La emergencia de nuevos gobiernos, con diferencias y especificidades nacionales, pero surgidos de luchas populares y de procesos de movilización social que fueron fundamentales para minar la legitimidad del proyecto neoliberal, abre esperanzas y actualiza una agenda de desafíos democratizadores en todo el continente. La coyuntura exige una gran dosis de creatividad y responsabilidad para poder avanzar en la construcción de una nueva reforma universitaria que, de una manera efectiva, amplíe y consolide instituciones académicas inclusivas y de calidad, o sea, de “excelencia”. Sin embargo, las nuevas administraciones posneoliberales deben tratar de huir de las trampas que el neoliberalismo les ha dejado, en un sendero repleto de señuelos y cantos de sirena, donde la tentación del discurso tecnocrático puede ser el primer paso en dirección al fracaso. Discutir pues el significado del tipo de “excelencia” que debe guiar las políticas universitarias de gobiernos que aspiran a revertir la herencia de exclusiones y discriminación dejadas por el neoliberalismo, parece no ser un tema menor. Hoy, más que nunca, debemos enfatizar que un proyecto de universidad que construye su “excelencia” sobre la base de la omisión o la indiferencia frente a las condiciones de vida de millones de seres humanos y a su incapacidad, declarada o no, para luchar contra la opresión y contra la persistencia de las desigualdades que produce cotidianamente la tiranía del mercado, suele ser un proyecto de universidad donde la “excelencia” acaba siendo la coartada, el pretexto quizás más efectivo para justificar su cinismo y su petulancia intelectual. Noventa años atrás, el Manifiesto Liminar de la Reforma de Córdoba nos alertaba: “[nuestras universidades se han transformado en] el lugar donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara”. La “excelencia académica”, del mismo modo, no puede fundarse en un proyecto de universidad que prescinde de la especificidad que poseen las instituciones de educación superior y del radical poder desestabilizador que se deriva, potencialmente, de esta especificidad. Las universidades democráticas deben ser espacios de producción y difusión de los conocimientos socialmente necesarios para comprender y transformar el mundo en que vivimos, entenderlo de formas diversas y abiertas, siendo el ámbito inexcusable donde el debate acerca de las múltiples formas de comprensión y construcción de nuestras sociedades se torna inevitable y necesario. Las universidades nos ayudan a leer el mundo, a entenderlo y a imaginarlo. Para esto, la producción científica y tecnológica constituye un aporte fundamental, entendiendo así que el monismo metodológico y que el sectarismo teórico no son otra cosa que obstáculos que impiden una comprensión crítica de nuestra realidad histórica. Descolonizar las universidades para contribuir a la lucha por la descolonización el poder, parece ser un lema de gran actualidad que resuena intenso en la memoria viva del movimiento reformista, aun cuando éste, casi un siglo atrás, estaba inevitablemente contaminado de un prometeico iluminismo. La “excelencia académica” tiene que ver, por tanto, con la democratización efectiva de nuestras universidades, con la democratización de las formas de producción y difusión de saberes socialmente significativos y con la propia democratización de las posibilidades de acceso y permanencia de los más pobres en las instituciones de educación superior. Fuera de este contexto, las universidades parecen condenadas a buscar su redención en la obsecuencia con los tiranos, sea cual fuera su origen y su época, sea cuales fueran las razones que ellos buscan para justificar su propia existencia. La “excelencia académica” cobra sentido así en las oportunidades efectivas que las universidades crean para “revolucionar las conciencias”, como dirán los reformistas; en las condiciones materiales y simbólicas que ellas ofrecen para desestabilizar los dogmas que imponen los poderosos; en la lucha contra el autismo intelectual que nos proponen los dueños del poder y replican sus mediocres acólitos, ocultos tras la toga de la prepotencia. Dijeron los reformistas, en 1918: “el chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes”. Hacer de esta expresión una guía de acción es, quizás, un indicador de excelencia más efectivo que el de ofrecernos cualquier prueba de aprendizaje aplicada a los alumnos. La actual hora americana, parafraseando a José Carlos Mariátegui, nos interpela a reconocer que el proyecto de la reforma posee una enorme actualidad ya que, por sobre todas las cosas, constituye un contundente discurso ético, público, sobre nuestras universidades y sus prácticas cotidianas. Construir las universidades como un valor imprescindible en la lucha contra la opresión y la injusticia, nos ayuda a recuperar el valor que han perdido nuestras instituciones de educación superior en una era donde las desigualdades y la explotación se volvieron datos aparentemente irrelevantes. La universidad construye valores y, al hacerlo, se construye a sí misma como aparato de reproducción de la tiranía o como espacio público de producción e invención de utopías. En 1918 se gestaban los trazos de una utopía de emancipación y revuelta, herencia que sería recuperada 50 años más tarde, cuando, en 1968, desde las barricadas de París, Praga, México, Estados Unidos, Alemania e Italia, los estudiantes volvieron a tomar las calles, clamando por justicia e igualdad. Los tiempos, sin lugar a dudas, han cambiado y, vaya paradoja, aunque diversos gobiernos populares se multiplican por todo el continente, las utopías libertarias y socialistas, humanistas y democráticas que inspiraron a los movimientos emancipatorios durante todo el siglo XX, parecen aún dispersas, tenues y, por momentos, insignificantes. Quizás hoy, más que nunca, la universidad pueda ayudarnos a imaginar alternativas. Esto supone, en primer lugar, que quienes trabajamos en las instituciones académicas seamos capaces de pensarnos a nosotros mismos. La universidad no podrá contribuir a pensar una sociedad diferente si ella no asume el desafío político de cambiarse a sí misma. La universidad no será nunca una fuente de utopías (en plural y en permanente estado de inestabilidad) si ella no es capaz de enunciar los contornos de sus propios proyectos utópicos. Es probable, sin lugar a dudas, que los insumos para que esto ocurra no estén hoy tan visibles y definidos como en el pasado. Es posible que estén dispersos y fragmentados. Sin embargo, el legado esperanzador del Movimiento Reformista es que las utopías siempre existen y, como proclamaba la juventud de París, quizás están debajo de los adoquines, en los cimientos, bajo tierra. Recuperar, o sea, inventar nuevamente estas utopías es un desafío inexcusable, urgente y necesario. Y, para esto, entre otras cosas, sirven nuestras universidades. Unas universidades que, para encontrar y trazar su sentido histórico no pueden huir del desafío de pintarse de negro, de mulato, de indio, de obrero, de campesino, de pueblo, como diría el Che en su célebre discurso de la Universidad Central de Villas, del 28 de diciembre de 1959. A 90 años de la Reforma Universitaria de Córdoba, y ante los desafíos que nos impone la actual coyuntura latinoamericana, resuena vigoroso el grito de esperanza que enarbolaba la sentencia reformista en su Manifiesto Liminar: “Una vergüenza menos, una libertad más. Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”. (Fragmento del capítulo “Una vergüenza menos, una libertad más. La Reforma Universitaria en clave de futuro”) (*) Investigador del Laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad del Estado de Río de Janeiro y secretario ejecutivo adjunto de CLACSO. |