¿Puede Obama ver el Gran Cañón?
Ampliar la imagen Simpatizantes de Barack Obama escuchan al demócrata bajo una fría lluvia en Chester, Pensilvania Foto: Reuters
La muerte del keynesianismo. Si concedemos al senador por Illinois Barack Obama una fortaleza de carácter comparable a la de un Roosevelt, o mejor aun, a la de un Lincoln, esta esperanzada analogía tiene por lo menos tres fallas principales. En primer lugar, no podemos considerar que la Gran Depresión sea igual a la crisis actual, ni que el Nuevo Trato sea el prototipo para solucionarla. Sin duda hay mucho de déjà vu en los frenéticos intentos por atenuar el pánico y tranquilizar al público con que ya pasó lo peor. De hecho, muchas de las declaraciones de Paulson podrían haber sido plagios directos de Andrew Mellon, el secretario del Tesoro de Herbert Hoover, y ambas campañas presidenciales se fusilan con desesperación retórica heroica de los primeros tiempos del Nuevo Trato. Pero, como la prensa empresarial ha reiterado por años, no estamos en la vieja economía estadunidense, sino en una mescolanza de nuevo cuño, construida con partes subcontratadas y sobrecargada de mercados mundiales instantáneos en toda clase de artículos, desde dólares y deudas impagas hasta fondos de cobertura de riesgo y desastres futuros.
Estamos viendo las consecuencias de una perversa restructuración que comenzó con la presidencia de Ronald Reagan, la cual ha revertido las proporciones en el ingreso nacional de la industria manufacturera (21por ciento en 1980, 12 por ciento en 2005) y los servicios financieros (15 por ciento en 1980, 21 por ciento en 2005). En 1930 muchas fábricas cerraron, pero la maquinaria estaba intacta; no había sido subastada a China a cinco centavos por cada dólar.
Por otra parte, no debemos desdeñar los milagros de la tecnología de mercado contemporánea. El capitalismo de casino ha probado su valor al transmitir el virus letal de Wall Street a velocidad sin precedente a todos los centros financieros del planeta. Lo que a principios de 1930 tardó tres años –es decir, la plena globalización de la crisis– esta vez sólo ha requerido tres semanas. El cielo nos asista si, como parece estar ocurriendo, el desempleo llega a su máximo a una velocidad semejante.
En segundo lugar, Obama no heredará la principal ventaja situacional de Roosevelt: contar con instrumentos emergentes de intervención estatal y manejo de la demanda (lo que más tarde se llamaría “keynesianismo”), impulsados por un activismo sin precedente de los trabajadores industriales en las más productivas fábricas del mundo.
Quienes han presenciado el triste desfile de gurús económicos en el noticiero de McNeil-Lehrer, en la cadena de televisión no comercial PBS, se habrán dado cuenta de que los estantes de la intelectualidad en Washington están prácticamente vacíos en estos tiempos. Ninguno de los dos grandes partidos retiene más que unos cuantos fragmentos enigmáticos de tradiciones políticas que se distingan del consenso neoliberal de comercio y privatización. De hecho, haciendo a un lado a los seudopopulistas, no es fácil percibir si alguien en Washington, incluso los asesores económicos de Obama, puede pensar con claridad más allá del doctrinario marco mental de Goldman Sachs, fuente de los dos secretarios del Tesoro más prominentes de la década pasada.
Keynes, a quien hoy se llora de repente, en realidad está bien muerto. Lo que es más importante: el Nuevo Trato no surgió espontáneamente de la buena voluntad o la imaginación de la Casa Blanca. Por el contrario, el contrato social del Segundo Nuevo Trato, posterior a 1935, fue una respuesta compleja que se adaptó al mayor movimiento obrero de nuestra historia, en un periodo en que poderosos terceros partidos todavía poblaban el panorama político y el marxismo ejercía extraordinaria influencia en la vida intelectual estadunidense.
Aun con un gran optimismo de la voluntad, resulta difícil imaginar que el movimiento obrero estadunidense se recuperara de la derrota en forma tan dramática como en 1934-1937. La diferencia decisiva es estructural, más que ideológica. (De hecho, el sindicalismo actual es mucho más progresista que la decrépita y nativista Federación Estadunidense del Trabajo en 1930.) Sencillamente, el poder del sector laboral en una economía wal-martizada de servicios es más disperso y difícil de movilizar que en una era de gigantescas concentraciones urbanas industriales y ubicuos vecindarios fabriles.
¿Es la guerra la respuesta?
El tercer problema de la analogía con el Nuevo Trato es tal vez la más importante. El keynesianismo militar ya no es un deus ex machina al alcance. Permítaseme explicar. En 1933, cuando FDR asumió el poder, Estados Unidos estaba en plena retirada de los compromisos en el exterior y había poca controversia por la repatriación de unos cuantos cientos de marines que habían participado en la ocupación de Haití y Nicaragua. Se requirieron dos años de guerra mundial, la derrota de Francia y el casi colapso de Inglaterra para que el rearme por fin ganara apoyo mayoritario en el Congreso, pero cuando la producción de guerra empezó, a finales de 1940, se volvió una enorme máquina para volver a dar empleo a la fuerza de trabajo estadunidense, lo cual fue la verdadera cura para los deprimidos mercados laborales de la década de 1930. Posteriormente, el poderío mundial estadunidense y el pleno empleo se alinearon en tal forma que conquistaron la lealtad de varias generaciones de electores de la clase trabajadora.
Hoy, desde luego, la situación es radicalmente diferente. El aumento al presupuesto del Pentágono ya no crea cientos de miles de empleos estables en las fábricas, puesto que cantidades significativas de la producción de armas en realidad se subcontratan en el extranjero, y el vínculo ideológico entre el trabajo bien remunerado y la intervención militar –buenos empleos y la bandera de las barras y las estrellas izada en alguna costa de ultramar–, si bien dista mucho de estar extinguido, es estructuralmente más débil que en cualquier momento desde principios de la década de 1940 a nuestros días. De hecho, entre los nuevos militares (en gran parte una casta hereditaria de blancos pobres, negros y latinos) la desmoralización llega ya a la etapa de descontento activo y apertura de espacios para ideas alternativas.
Aun cuando ambos candidatos han respaldado programas como la expansión de la fuerza de combate del ejército y la armada, la defensa misilística (alias guerra de las galaxias) y una guerra intensificada en Afganistán, que engrosarían el complejo militar-industrial, nada de eso restablecería la oferta de empleos decentes ni pondría en funcionamiento una maquinaria nacional descompuesta.
En cambio, en medio de un bache profundo, lo que sí puede hacer un enorme presupuesto militar es arrasar con las reformas modestas pero esenciales que constituyen los planes de Obama en atención a la salud, energía alternativa y educación. En otras palabras, aquella frase de “armas y mantequilla” de la era rooseveltiana se ha vuelto una contradicción de términos, lo cual significa que la campaña de Obama prepara una catastrófica colisión entre sus prioridades de seguridad nacional y sus objetivos de política interna.
El destino del obamanismo
¿Por qué personas tan inteligentes no pueden ver el Gran Cañón? Tal vez lo ven, en cuyo caso el engaño es la verdadera esencia de la política estadunidense; o tal vez Obama se ha vuelto el renuente prisionero del clintonismo, tanto en lo intelectual como en lo político, es decir, de un neoliberalismo culturalmente permisivo cuya retórica del Nuevo Trato enmascara el espíritu de las políticas de Richard Nixon.
Vale la pena preguntar, por ejemplo: ¿qué cosa, en la sustancia real de su agenda de política exterior, diferencia al candidato demócrata del legado radiactivo de la doctrina Bush? Cierto, dice que cerraría Guantánamo, hablaría con los iraníes y cautivaría corazones en Europa. También promete renovar la guerra global al terror (en gran medida como Bush padre y Clinton sostuvieron las políticas esenciales del reaganismo, aunque con “rostro más humano”).
En caso de que alguien se haya perdido los debates, permítaseme recordarles que el candidato demócrata se ha encadenado, aunque venga el diluvio, a una estrategia global en la que la “victoria” en Medio Oriente (y Asia central) sigue siendo la premisa principal de la política exterior, solamente que la soberbia de construcción de naciones al estilo iraquí de Dick Cheney y Paul Wolfowitz se presenta con la nueva envoltura de una fe “realista” en la “estabilización” global.
Cierto, la enormidad de la crisis económica podría orillar al presidente Obama a renegar de algunas de las vibrantes promesas del candidato Obama referentes a apoyar un estúpido sistema de defensa misilística o una provocadora afiliación de Georgia y Ucrania a la OTAN. Sin embargo, como subraya en casi todo discurso y en cada debate, derrotar al talibán y a Al Qaeda, junto con una robusta defensa de Israel, constituye la piedra angular de su agenda de política exterior.
Bajo fuerte presión de los republicanos y de los demócratas de derecha para recortar el presupuesto y reducir el incremento exponencial de la deuda nacional, ¿qué elecciones se verá forzado a hacer el presidente Obama a principios de su gobierno? Lo más seguro es que la atención integral a la salud se reduzca a un plan austero, la “energía alternativa” no signifique más que el fraude del “carbón limpio” y que cualquier dinero que permanezca en el Tesoro, una vez que Wall Street concluya su escalada de saqueos, sirva para comprar bombas con las cuales pulverizar más aldeas de pastunes y procurarnos aún más generaciones de mujaidines y jihadistas enardecidos.
¿Me estoy pasando de cínico? Tal vez, pero viví los años de Lyndon Johnson y observé cómo la Guerra a la Pobreza, el último auténtico programa del Nuevo Trato, era destruido para subsidiar la carnicería en Vietnam.
Es una amarga ironía, pero supongo que se puede predecir, con base en la historia, que una campaña presidencial que millones de votantes han apoyado por su promesa de poner fin a la guerra en Irak se ha hipotecado ahora en una intensificación “más dura que McCain” de un conflicto sin sentido en Afganistán y en la frontera con Pakistán. En el mejor de los desenlaces, los demócratas sencillamente cambiarán una guerra brutal y perdida por otra. En el peor, sus políticas fracasadas pondrán el escenario para el retorno de Cheney y Rove, o de avatares suyos aún más siniestros.
Publicado originalmente en TomDispatch.com.
© 2008, Mike Davis. Reproducido con autorización del autor.
Traducción: Jorge Anaya.