La opción de Josías
Musical y suave, acariciadora, la agitación al paso del viento de las hojas que se aferran a los árboles todavía. Por millones caen otras, secas, que se desprenden de la rama al vencerlas la debilidad.
En la cerca que delimita la parcela brotan moradas las cámpanulas, que no son flores friolentas y se sienten a gusto en el insidioso otoño, le aguantan sus humores y tormentas, no pocas mañanas calurosas y brillantes, y luego nubarrones, neblinas, heladas, aguaceros. La campánula aguanta, está diseñada para flotar bocarriba en caso de inundación, leal a su semilla.
En el otro extemo de la parcela, Josías con el azadón le abre lo rojo a la tierra, la prepara para ararle surcos. Tiene como cortina de fondo una tornamilpa monumental y verde que no lo empequeñece. Extrañamente, lo hace ver grande. Está un poco viejo. Está descalzo no por pobre (botas tiene), por delicadeza con la tierra, por apretarla entre sus dedos.
La gorra beisbolera que lo cubre es una reliquia, casi gabardina cantinflesca. Una parte simbólica de su atuendo. Los pantalones arremangados, la chamarra naranja. Trabaja con chamarra, señal de que hace frío. Sólo se escucha el rascar de su instrumento, rompe el pasto, arranca los terrrones, los vira y desmorona. Eso, y su casi imperceptible jadeo.
Vuelve el viento. Hace bailar las castañuelas del follaje, las lanzas verdes y las crestas rubias de la milpa. Josías interrumpe su faena, escucha un momento, siente en el rostro el frescor un poco helado que agradece pues está sudando.
Mira atrás, todo el terreno ya levantado, café rojizo, maleable como el barro al alfarero; y luego adelante, a la extensión de prado que le falta para dejar a punto la parcela.
“Va más de la mitad”, piensa Josías. O lo dice en voz alta. Como está solo lo mismo da, es como si nada más lo pensara. Le presta alivio, pero no tanto pues todavía le falta un buen tramo antes del borde de robles, sauces y pinos, enredaderas y alambre.
Cuando se calma el viento se escuchan los cantos de unos pájaros. Josías reanuda la tarea. Está cansado. Sólo le queda un asientito de pozol del almuerzo. ¿Será que va a llover? Parece.
Echa un vistazo a la distancia, a lo que quedaba a sus espaldas, el patio de su casa. Ya están guardando las gallinas. Ja. Si todavía falta un rato para el agua, y los pollos se guardan solos. Saben, como él que la siente venir en los huesos.
Es empeñoso y no se aburre. Josías piensa terminar hoy el terreno, en carrera contrareloj con la lluvia. El reto lo anima.
En este mismo momento, él qué sabe, las bolsas de valores del mundo caen estrepitosamente, se evaporan los bancos, el dinero es bilimbique pero las deudas no, y los dueños las pueden cobrar a sangre y fuego. O quedarse con las tierras y los derechos de otros, así, por sus güevos.
En este mismo momento hay grandes extensiones del planeta, ciudades y valles, donde no ha llovido hace un año, o más. Partes donde no llueve nunca. Y otras donde no para de llover. El desorden climático del “nuevo” mundo, uno que envejece aceleradamente.
Josías no les ha perdido el pulso a las estaciones, esas damas antes tan respetables como cuatro confiables rebanadas del calendario y que hoy ya nadie cree. Cuando menos a esta tierra no han llegado el agujero en la capa de ozono, ni las epidemias de transgénicos, ni el envenenamiento con petróleo o arsénico, ni los deshielos, ni los falsos invernaderos. Sólo el Procede, ominoso bajo su disfraz de “apoyos y oportunidades”.
No que todo siga igual en el mundo de Josías. El tiempo siempre cambia. Sabe que no debe perderle el pulso al aire (que en este mismo momento sopla de nuevo con un sonido como de agua que regresa). Josías puede navegar sobre su milpa, literal y figuradamente, en las turbulentas inundaciones del capitalismo fuera de madre. Conservar los pies, así, descalzos, en la tierra, bien plantados. Y por lo pronto, ganarle esta tarde a la lluvia.