Los años salvajes de la filosofía
Ampliar la imagen Rüdiger Safranski, filósofo y ensayista alemán, ha recibido elogios de la crítica en su país por su reciente libro
Este libro es una declaración de amor a la filosofía. Se trata de pensar con corazón cálido lo que hubo alguna vez: Dios y el mundo y el gran asombro de que algo exista y no más bien la nada. El libro vuelve la vista atrás hacia un mundo desaparecido en el que la filosofía brillaba todavía, quizá por última vez, en todo su esplendor. Fueron los “años salvajes de la filosofía”: Kant, Fichte, Schelling, la filosofía del romanticismo, Hegel, Feuerbach, el joven Marx. Nunca hasta entonces se había depositado tanta pasión en el pensamiento filosófico. La razón de ello era el reciente descubrimiento del yo, ya se le presentase bajo el ropaje del espíritu, de la moralidad, de la naturaleza, del cuerpo o del proletariado: había motivos para la euforia, todas las esperanzas tenían ahora cabida. Se trataba de recoger de nuevo “las riquezas dispersas por el cielo”.
Los filósofos se percataron de que el hombre era el autor de las cosas y de que, por lejano que estuviera el punto de partida, acababa volviéndose hacia lo que era propiedad de uno mismo. Pero esto, que durante cierto tiempo podía embelesarlos, desembocó en una decepción. El descubrimiento de la propia obra en los viejos tesoros de la metafísica hizo perder a éstos su magia y sus promesas. Perdieron brillo y se tornaron triviales. Nadie sabía ya lo que significaba “ser”, aunque se proclamase por todas partes que el ser determina la conciencia.
¿Qué hacer en esa situación? Cuando se es el hacedor, hay que hacer tanto como sea posible, hay que construir el futuro mediante acumulaciones frenéticas; desaparece la alegría del conocimiento y permanece su mera utilidad. Las verdades están ahí simplemente para ser realizadas. Y así se pone en marcha la religión secularizada del crecimiento y del progreso. Llega un tiempo en el que uno se siente cercado por lo hecho y aspira hacia lo devenido, un tiempo en el que adueñarse de lo propio se convierte en problema; dentro de un mundo construido por uno mismo, se habla entonces de enajenación y lo hecho desborda al hacedor. La imaginación descubre una nueve utopía: la posibilidad de adueñarse de lo hecho. Pero, al perder fuerza esta utopía, acecha un nuevo tipo de temor: el temor ante una historia construida por uno mismo. Así llegamos al presente. Los años salvajes de la filosofía no carecen completamente de responsabilidad en la situación actual. Una declaración de amor, hecha con retraso, contendrá pues, al mismo tiempo, cierta dosis de crítico rencor. En eso nos ayudará el otro gran tema de este libro: Schopenhauer.
Schopenhauer procede de los “años salvajes de la filosofía” aunque estuvo exacerbadamente enemistado con ellos. Conservó poco de la religión secularizada de la razón. Para él, antiguo aprendiz de comerciante, la razón es comparable al recadero de una tienda: va a donde la envía su dueño, es decir, “la voluntad”. La voluntad no es espíritu, ni moralidad, ni razón histórica. Voluntad es al mismo tiempo la fuente de la vida y el sustrato en el que anida toda desventura: la muerte, la corrupción de lo existente y el fondo de la lucha universal.
Schopenhauer nada contra la corriente de su tiempo: no le anima el placer de la acción, sino el arte del abandono. Este “filósofo de lo irracional, racional en grado extremo” (Thomas Mann), diseña una filosofía patética que invita a inhibir la acción. Su sueño es un mundo transformado en el espejo “desinteresado”de la música. Un sueño de reconciliación que, aunque velado por toda clase de enmarañadas sutilezas, fue soñado también después por Wittgenstein y Adorno. Lo que Schopenhauer pretende en su sueño es acrisolarse frente al poder de una realidad metamorfoseada en pesadilla. Y su manera de acrisolarse consiste en introducir la pesadilla en el corazón de su filosofía. Hacia el final de su vida dijo una vez a un interlocutor: “Una filosofía entre cuyas páginas no se escuche las lágrimas, el aullido y el rechinar de dientes, así como el espantoso estruendo del crimen universal de todos contra todos, no es una filosofía”.
Kant, bajo cuyo impulso se habían alumbrado “los años salvajes de la filosofía”, escribió con los ojos puestos en la Revolución Francesa: “Un fenómeno tal en la historia de la humanidad ya no se olvida, porque ha puesto al descubierto un talento y una disposición hacia lo mejor en la naturaleza humana que ninguna sutileza de los políticos habría podido imaginar a partir de la historia anterior”.
Los acontecimientos que nosotros ya no podemos olvidar llevan los nombres de Auschwitz, archipiélago Gulag e Hiroshima. La visión filosófica actual tiene que mostrarse dis- puesta a responder a lo que se manifiesta en esos acontecimientos. Para estar a la altura de nuestro tiempo, habrá de recurrir a Schopenhauer. No sólo su pesimismo, sino también su filosofía de la fuerza interior y de la invitación al silencio, sirven de acicate al pensamiento.