MINA DE ORO SIERRA PELADA, PARÁ, BRASIL, 1986. FOTO: SEBASTIÄO SALGADO
Trabajo esclavo en Brasil
“Si contara la mitad de las cosas que viví en esas haciendas, no me creerías”
Joana Moncau
Antonio vive en la periferia de Açailândia, estado de Maranhão, región noreste de Brasil. Mientras conversa, dos de sus nietas corren de un lado a otro, pasan entre sus piernas y en un instante ya están en la calle levantando polvo. Ellas son una pequeña parte de su gran familia. Todos los parientes viven en los alrededores, menos los que salieron en busca de trabajo, en su gran mayoría hombres. ¿Cuándo regresarán? Nadie sabe: meses, años, tal vez una vida. En estos casos, sin dar noticias, hacen que aumente el número de viudas de maridos vivos. En tiempos de sequía, el flujo de hombres que sale a cazar empleo y se topa con la esclavitud aumenta, como si eso fuera tan inevitable como el proceso de la naturaleza que disminuye las lluvias todos los años.
Antonio también salió muchas veces de su municipio y de su estado en busca de trabajo. De regreso con los suyos y ya de cabellos blancos, espera frente a la sala de uno de los núcleos del Centro de Defensa de la Vida y de los Derechos Humanos (CDVDH) de Açailândia para atestiguar su propia historia. Por primera vez verá el documental Correntes (“Cadenas”), que registró, entre los testimonios de otros Antonios, el suyo: un trabajador más que huyó de la condición de trabajo esclavo al que había sido sometido.
En el video Antonio aparece como un luchador que para rescatar su dignidad y sus derechos, aún bajo amenaza de muerte, huye de una hacienda. “¡Puedo morir, pero me voy! No pienso quedarme aquí trabajando toda la vida esclavizado para no mandar nada a mi familia”, dice en el documental. Sin embargo, en vivo, al verse narrando su propia historia, no tiene ese mismo aire de dignidad recuperada. Tanto le molesta que antes de que la proyección termine se levanta rumbo a la puerta de salida. “Para mí ya basta. No lloro porque soy muy hombre, pero recordar eso me causa un dolor que no tiene cura. Si te contara la mitad de las cosas que viví en esas haciendas, no me creerías”. En el Brasil de hoy los casos de tortura, castigo físico y humillación como los que Antonio sufrió incontables ocasiones no son tan escasos como deberían.
El de Antonio no es un caso aislado. La Comisión Pastoral de la Tierra (CPT) calcula que anualmente 23 mil trabajadores rurales caen en las redes de esclavitud de las áreas de la frontera agrícola de la Amazonia y de El Cerrado brasileños.
La vieja modernidad. La esclavitud contemporánea difiere de la esclavitud colonial, abolida en Brasil en 1888. En vez de cadenas, los trabajadores ahora son atrapados por mecanismos más sutiles, como una deuda ilegal, y otros no tan sutiles, como las recurrentes amenazas físicas y psicológicas durante su cautiverio.
“¡Atención! ¡Necesitamos 40 trabajadores para una hacienda ganadera en Pará! ¡Es empleo garantizado! ¡Quien esté interesado por favor entre en contacto con Zé, aquí en la estación!” Este anuncio fue transmitido por una radio en la periferia de Maranhão. No les será difícil contratar rápidamente a esos 40 trabajadores que, engañados por la propuesta del “coyote” Zé, perpetuarán las estadísticas del enganche: 31.3% de los trabajadores liberados provienen de ese estado. El reclutamiento no siempre sucede así, pero en todos los casos la propuesta llega a los oídos del trabajador como la única oportunidad de conseguir sustento para su familia. Su destino son principalmente las haciendas ganaderas (58%), cañeras (11%) y de carbón (3%), distantes de su lugar de origen. Muchas veces son embriagados por el “coyote” para que no reconozcan el trayecto y no puedan huir cuando se den cuenta de la real condición a la que serán sometidos: condiciones inhumanas de trabajo, frecuentemente vigilados por hombres armados. Al final del mes, en vez de recibir el salario, descubrirán que deben pagar el transporte, la comida vendida a altísimos precios en las cafeterías de las haciendas y el uso de las herramientas de trabajo. Ese mecanismo de esclavitud por medio de la deuda ilegal es eficiente, pues resulta impagable (aumenta cada mes). Hay algunos Antonios que se arriesgan y huyen a pie, viajando durante días hasta encontrar abrigo, con el riesgo de ser “cazados” en el camino.
Gracias a los testimonios de estos trabajadores, el problema del trabajo esclavo salió a la luz pública. En 1995, el gobierno federal brasileño reconoció oficialmente la existencia del trabajo esclavo contemporáneo. Ese mismo año, se creó el Grupo Móvil de Fiscalización, coordinado por el Ministerio del Trabajo y del Empleo (MTE), que fiscaliza las haciendas, libera los trabajadores y coloca el nombre de los empleadores que usan trabajo esclavo en una lista negra.
La ciudad de Antonio. Ni el caso de Antonio ni el de Açailândia son aislados. La ciudad, como muchas otras de Brasil, sufre efectos colaterales de uno de los grandes proyectos de “desarrollo nacional”. Por ella pasa el tren de la empresa Vale, gigante mundial en el área de minería, que conecta a Paraupebas (Pará) con la Terminal Marítima de Ponta da Madeira en São Luís (Maranhão).
A lo largo de la vía férrea hay más de diez fábricas que componen el polo siderúrgico de Carajás. Cinco de ellas están en los barrios periféricos de Açailândia. Uno es el de Antonio. Estas industrias utilizan la línea del tren tanto para recibir de la Vale su principal materia prima (el hierro mineral), como para transportar el arrabio producido. La producción de arrabio requiere el uso de mucho carbón vegetal. Y el carbón vegetal exige la quema de mucha madera para ser producido. Una gran parte de la vegetación nativa de la Amazonia es quemada o cede espacio a las plantaciones de eucalipto para abastecer las carbonerías de las siderúrgicas. Además del daño ambiental, esas carbonerías frecuentemente usan mano de obra barata, infringiendo leyes laborales o sometiendo a los trabajadores a una condición sólo comparable con la esclavitud.
Campos Lindos, en el estado de Tocantins, región centro oeste de Brasil, es otro municipio en el que se pretende aplicar este tipo de “progreso”. El discurso del desarrollo trajo a la región miles de hectáreas de plantaciones de soya que abastecen a grandes empresas del sector, como la Bunge y la Cargill. Donde antes era El Cerrado se extiende ahora un gran desierto de soya. Muchas familias fueron expulsadas de sus tierras por el miedo a las amenazas, o forzadas a abandonarlas a cambio de indemnizaciones irrisorias. Con la reducción de las tierras y de la producción agrícola familiar y con el fin de la vida comunitaria, muchos hombres se ven obligados a trabajar en esas haciendas de soya desarrollando los trabajos más pesados, como la extracción de raíces.
Antonio ahora resiste, incluso a su incredulidad de poder superar las marcas que el trabajo esclavo le imprimió. Su fuga y su adhesión a la cooperativa por la dignidad Codigna, donde produce carbón ecológico junto con otros trabajadores y trabajadoras víctimas del trabajo esclavo, lo comprueban.
Ojarasca