Usted está aquí: lunes 20 de octubre de 2008 Opinión Ni idea

Hermann Bellinhausen

Ni idea

Los viejos tienen la coartada de los locos, los borrachos y los niños: pueden decir la verdad cuando sea. Algo así experimenta estos días José Saramago. Creyendo tirar una buena pedrada a la izquierda, ha topado con un silencio que confirma sus peores sospechas: “La izquierda no tiene ni puta idea del mundo en que vive”.

Saramago admite haberlo expresado “en toda su crudeza, sin escamotear su propia obscenidad”. Cuenta que hace tres o cuatro años, en una entrevista a un diario  sudamericano, “creo que argentino, solté una declaración que inmediatamente supuse que iba a causar agitación, debate, escándalo (hasta este punto llegaba mi ingenuidad), comenzando por las huestes locales de la izquierda y a continuación, quién sabe, como una onda que se expandiera en círculos, en los medios internacionales, tanto políticos, sindicales o culturales que de la dicha izquierda son tributarios”.

Sabe que su voz posee autoridad en la tribu. No porque sea Nobel, sino porque es un gran escritor y nunca regatea su respaldo a las luchas de liberación y las causas populares del mundo, sean en Chiapas, Palestina, Cuba o Paraguay. Hombre de izquierda toda la vida, creyó que alguien respondería a su crudo diagnóstico.

“La izquierda así interpelada respondió con el más gélido de los silencios. Ningún partido comunista, por ejemplo, empezando por aquel del que soy miembro, salió a la palestra para rebatir o simplemente argumentar acerca de la propiedad o la falta de propiedad de las palabras que pronuncié”. Se vio como un “atrevido escritor que había osado lanzar una piedra al putrefacto charco de la indiferencia”.

Aún siendo José Saramago, consideró razonable dudar de sus facultades mentales o lo que de ellas pensaban los otros: “Silencio total, como si en los túmulos ideológicos donde se refugian no hubiese nada más que polvo y telarañas, como mucho un hueso arcaico que ya ni para reliquia serviría”.

Llegó a pensar “que la frase compasiva” que circularía entre los que callaban sería más o menos: “Pobrecillo, ¿qué se podría esperar de él con esa edad?” Tal vez, desafía, “no me encontraban opinante con la estatura adecuada”. El tiempo fue pasando, “la situación del mundo complicándose cada vez más, y la izquierda, impávida, seguía desempeñando los papeles que, en el poder o en la oposición, le habían sido asignados”.

En tanto, Saramago descubrió algó más: “Marx nunca ha tenido tanta razón como hoy”. Cuando hace un año “reventó la burbuja cancerígena de las hipotecas en Estados Unidos” supuso que la izquierda, “allá donde estuviera”, abriría la boca “para decir lo que pensaba”.

Resulta que la cosa no era personal. Ni contra Saramago, ni contra la tercera edad, ni contra la prensa sudamericana. Los hechos en Europa meridional y el resto del mundo donde la izquierda vive en el pasmo de la instucionalidad y la absoluta sumisión al sistema, le dieron lo que menos quería: la razón.

“La izquierda no piensa, no actúa, no arriesga ni una pizca. Pasó lo que pasó después, hasta lo que está ocurriendo hoy, y la izquierda, cobardemente, sigue no pensando, no actuando, no arriesgando ni una pizca”. Lo que Saramago echa de menos es que eso que suele llamarse izquierda, piense y actúe.

Ante el naufragio económico global, los partidos de izquierda y sus instituciones se aferran al palo mayor del sistema, a las lanchas de salvamento. Rencarnan a Lord Jim, el oficial de Joseph Conrad que abandona su nave, el Patna, y sus pasajeros (una muchedumbre de gente pobre), convencido de que estos perecerán en la tormenta. Cree salvarse, y su cobardía lo destruye.

Al desertar de ellos, la tripulación del Patna no tiene tiempo de pararse a admirar “esta especie de heroísmo pasivo” de los 800 peregrinos a su cargo “y sentir el reproche de su abstención”, escribe Conrad. “El bote pesaba lo suyo; a los que lo empujaban por la proa no les quedaba aliento para animar a nadie”. Los oficiales y responsables del barco “empujaban con las manos y las cabezas para salvar sus vidas”. Siguió su “furiosa rebatiña” por meterse al bote, “que osciló bruscamente y cayeron todos de espaldas, dándose empellones y codazos”.

Los partidos (sus diputados, burócratas internos, gobernantes de los distintos niveles) necesitan ser cínicos para continuar. Por sorprendente que parezca, son los náufragos quienes hoy piensan y actúan. Son los que más mueren, sí, pero también los que mejor saben no morir.

 
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