Preguntas sobre una guerra incivil
La literatura sobre el tema del narcotráfico se ha multiplicado en años recientes. En rigor, ya es prácticamente inabarcable. Sociólogos, historiadores, antropólogos, sicólogos y economistas han tratado de descifrar y desentrañar un fenómeno que ha sellado las dos últimas décadas de la vida pública del país hasta convertirse en un lugar inconsolable –una distopía, se podría decir– de la cultura nacional. Hoy, el narco forma parte no sólo del catálogo de pesadillas que han deshabilitado al de por sí precario entramado de la apenas naciente democracia, sino que ha convertido a la sociedad en una suerte de espectáculo de la jungla.
En el imaginario urbano (lleno de prejuicios, como cualquier otro), “jungla” es el sinónimo emblemático del grado cero de seguridad. La nueva jungla mexicana tiene su historia. Para la mayoría de los analistas se remonta a los años 70, a la emergencia del mercado de la cocaína –que era y sigue siendo su principal mercancía–, cuando los cargamentos que provenían de la región andina eran transportados por avión hasta la frontera con Estados Unidos.
La tesis –que es ya un lugar común– es que el eficaz control que logró ejercer el Estado mexicano sobre las incursiones aéreas acabó por obligar a los cárteles a transportar su carga por tierra desde las diversas locaciones por donde ingresaba al país. Algunas de ellas situadas en la frontera sur; otras en las dos costas, el Pacífico y el Golfo. Pero el acceso por tierra, mucho más sinuoso y costoso, que requería ya no de grupos escuetos y móviles sino de una industria que transportara los cargamentos, habría acabado por arraigar a las sociedades del narcotráfico en el país. La teoría es elocuente, pero obviamente refutable.
En general, la idea de que el inagotable mercado de droga estadunidense es el origen en sí de la proliferación de cárteles y bandas que han acabado por regir la vida pública es cuestionable. ¿Por qué no sucede un fenómeno similar en Canadá, por ejemplo, donde la frontera es evidentemente más porosa y extensa que la que nos separa de Texas y Arizona?
Imposible saber qué parte de la droga que consume Estados Unidos ingresa por su frontera norte. Pero es obvio que quienes la transportan no se han logrado arraigar en la sociedad canadiense como se han arraigado entre nosotros.
Es evidente que el crimen organizado ha encontrado en México las más fértiles condiciones sociales, legales, institucionales y políticas para extender su presencia en el conjunto de la sociedad, ya sea entre los campesinos que atienden sus cultivos, las autoridades que aseguran su reproducción y los narcos de cuello blanco, que garantizan que sus ingresos sean invertidos diligentemente o enviados a los circuitos financieros internacionales.
Desde 2006, el gobierno federal declaró una guerra en su contra. Una guerra que ha cobrado miles de víctimas, que ha desolado a la ciudadanía, degradado la vida civil y que ha devastado el principio más elemental de lo público. Pero ha sido una guerra sui generis. Al menos vista desde el gobierno, una guerra que no parece querer combatir lo que debe combatir.
A diario se leen en la prensa las escenas de una cacería interminable. Algunos narcos son detenidos, a veces con sus cargamentos y otras con el dinero que acarrean. Pero siempre surgen nuevos, en nuevos lugares, de nuevas maneras, haciendo nuevos y mejores negocios. ¿No será una guerra mal dirigida o mal entendida? ¿No será que la AFI, la PGR y las instituciones encargadas de ella no combaten al narcotráfico, ahí donde uno supone que más le afecta, donde se halla la condición que le permite reproducirse en escala? Porque la parte medular de las industrias del crimen es, y no se requiere de mayor agudeza para entreverlo, su economía.
Aquí es donde se multiplican las preguntas: ¿Por qué no existe un registro detallado de cuentas bancarias? ¿Por qué nunca son detenidos quienes hacen negocios con los narcos? ¿Por qué cuando uno de sus capos es detenido no se decomisan todas las propiedades y cuentas bancarias en su haber? ¿Por qué nunca ha ingresado a la cárcel un narco de cuello blanco?
Se dice que es un negocio de más de 20 mil millones de dólares. ¿Por qué nunca se ha incautado uno de esos millones? En suma: ¿por qué no quiere el gobierno federal combatir al narcotráfico donde uno supondría que es más vulnerable?
La respuesta automática sería: porque quienes aparentemente lo combaten forman parte del negocio. Pero es una respuesta demasiado simple y acabaría con toda posibilidad de entrever alguna solución previsible en un tiempo previsible.