La inmensa minoría
El siglo XX en Estados Unidos fue de los afroamericanos. La larga disputa por los derechos civiles tuvo como una de sus recompensas políticas el nombramiento de dos secretarios de Estado de raza negra: Colin Powell y Condoleezza Rice. Muy probablemente la lucha heroica y pertinaz de la comunidad afroamericana culmine con el triunfo presidencial de Barack Obama, un mulato, hijo de blanca y negro, pero que en Estados Unidos se define como negro. No hay escapatoria: una gota de sangre negra convierte a cualquier persona en negro. Ese principio niega el mestizaje. Tan es así que en inglés no existe el término mestizo.
Paradojas del destino. Cuando están a las puertas de la presidencia, los afroamericanos han perdido su histórico lugar de primera minoría. El censo del año 2000 confirmó lo que ya se preveía: que los hispano-latinos se convertirían de manera oficial en la primera minoría en Estados Unidos. En ese año la diferencia entre ambas minorías era mínima: 12.5 por ciento de latinos y 12.3 por ciento de negros.
Y digo negros, porque el censo estadunidense utiliza la palabra “black”, que en español se traduce como negro. En términos censales hablar de afroamericanos llevaría a una terrible confusión, ya que millones de latinoamericanos que radican en Estados Unidos son, directamente, de origen africano o, los más, tienen a “un negro detrás de la oreja”, como dicen los dominicanos.
La oficina del censo, en su afán clasificatorio y perfeccionista, no pudo con la diversidad racial latina. La categoría que se utiliza ahora es la de “blanco no hispano” o “negro no hispano”. Quizá en el futuro tendrán que acuñar la de “asiático no hispano” porque ha crecido el flujo de migrantes latinoamericanos con ancestros chinos, japoneses o coreanos.
Más allá de la utilidad o futilidad de la clasificación racial, la realidad es que los hispano-latinos siguen creciendo a un ritmo acelerado y en Estados Unidos, como en el beisbol, lo que cuentan son las estadísticas. La última estimación para el año 2006 señala que la comunidad latina sumaba 44.2 millones, lo que representaba 14.8 por ciento del total de la población. Los afroamericanos, por su parte, seguían representando 12.2 por ciento. Las estimaciones para el año 2050 indican que los hispano-latinos serán más de 100 millones.
El siglo XXI será de los latinos en Estados Unidos. Tienen todo para lograrlo: un peso económico creciente, una progresión demográfica notable, un potencial político importante y un aporte cultural inmenso. Pero todo depende también de tres condiciones: que se reconozcan como comunidad latina, que se logre una reforma migratoria y que todos incrementen sus niveles educativos.
Hasta el momento, la categoría hispano o latino ha sido una etiqueta. Primero, de uso comercial, y ahora como categoría oficial en estadísticas y registros nacionales. No obstante, la identidad que opera entre los latinos es todavía la nacional. Los mexicanos, colombianos, puertorriqueños, todos, están más que dispuestos a sacar su bandera particular. Pero en Estados Unidos las nacionalidades importan poco, son las clasificaciones raciales las que cuentan, las que reciben reconocimiento, las que permiten demandar recursos, las que justifican la acción política. En el escenario político estadunidense ser latino tiene un valor; en tanto, ser de tal o cual país no tiene mayor reconocimiento.
La identidad hispano-latina está en formación. Antes, no ayudaba la concentración de mexicanos en el suroeste y de caribeños en la costa este. Pero en el siglo XXI se ha modificado la geografía migrante. Los mexicanos han salido de sus antiguos bastiones de California y Texas para desperdigarse por toda la Unión Americana. El notable incremento de la población migrante centroamericana y sudamericana también contribuyó a la dispersión latina. En la actualidad, ni Miami es cubano, ni Nueva York es boricua y ni siquiera Los Ángeles es mexicano. Ahora se enfrentan y compiten, pero también conviven y se apoyan latinos de múltiples orígenes nacionales.
Y es la participación política la que los ha llevado, poco a poco, a aceptar la identidad hispano-latina y a dejar de lado, para otras bellas ocasiones, la identidad nacional. No se ha tratado de suprimir ni jerarquizar identidades sino de aprender a utilizarlas de manera adecuada. Esa fue la gran enseñanza de las marchas multitudinarias de la primavera de 2006, cuando los latinos salieron a las calles a luchar juntos por la legalización. Las banderas mexicana, peruana o colombiana han perdido sentido cuando todos han gritado a voz en cuello: “hoy marchamos, mañana votamos”. Obama y McCain se disputan el voto latino, no el de las diferentes nacionalidades de América Latina.
La segunda condición es la muy esperada reforma migratoria. La actual crisis financiera va a dificultar sacar adelante esta demanda pero no puede dejar de estar presente en las negociaciones. Una reforma significa un cambio cualitativo para la comunidad hispano-latina en Estados Unidos, tanto en el presente como para el futuro. De los 12 millones de indocumentados que se estima viven en Estados Unidos, dos terceras partes son latinoamericanos. La reforma incorporaría entonces a ocho millones de personas a la legalidad y, en un futuro cercano, a la obtención de la ciudadanía y el ejercicio de derechos plenos en Estados Unidos.
La población indocumentada dificulta el proceso de la integración latina y su integración en la sociedad estadunidense. Los indocumentados tienen vedados, por ejemplo, los estudios universitarios. La legalización traerá consigo mejores oportunidades económicas, mayores opciones educativas y un proceso de integración generalizado que mitigue los conflictos y disminuya la desconfianza entre las nacionalidades.
Hace unos años, un grupo de inmigrantes mexicanos marchó frente al teatro la noche de la premier de la película Frida, en Los Ángeles. Sus pancartas decían: “Frida. Ni hispana, ni latina, ni chicana. Mexicana”. Pero en tierra ajena más vale moderar el nacionalismo.