Entre las olas
Anunciada y convertida en estrella de televisión y You Tube, la crisis se esparce por el mundo sin inmutarse ante las presunciones de blindaje contra su letal kriptonita. Caen los supermachos de tipo Carstens y los secretarios de economía hechos al vapor de la amistad presidencial sólo tienen como recurso el ridículo.
Y sin embargo se mueve, como diría el maestro Emilio Mújica, y sin previo aviso asoma la nariz el keynesiano que anida en todo corazoncito político así haya sido indoctrinado en el otrora presuntuoso ITAM. Lo que tenemos enfrente es un paquete de emergencia que más que un rescate financiero busca mantener a flote una nave productiva previamente escorada por tanto tumbo y cambio estructural, pero que sigue ahí y que es urgente traer a puerto para mantenerla en movimiento y llevarla al astillero. De otra suerte, el destino inmediato no puede ser otro que el desastre social a todo lo largo de la geografía física y humana del país. Así están las cosas, y qué bueno que a regañadientes, si se quiere, el gobierno lo haya asumido y se apreste a actuar en consecuencia.
Reparar los desperfectos y cerrar las grietas que nos ha dejado la experiencia neoliberal llevará tiempo y exigirá de la conducción del Estado algo más, en realidad mucho más, que bravatas y falsas ilusiones en nuestras reales o supuestas fortalezas. Restructurar y reconstruir cadenas productivas que permitan aumentar las ganancias internas del comercio exterior, lo que está en el corazón de la falta de crecimiento económico que ha caracterizado la historia económica y social por casi un cuarto de siglo, supone audacia en el diseño y mucho pragmatismo financiero, como el que acompañó a los gobiernos que propulsaron la industrialización y dirigieron el rumbo general del desarrollo.
Los excesos de aquella época han sido documentados, analizados, pero sus enseñanzas han quedado sepultadas por la “leyenda negra” en que quiso basar su legitimidad política e intelectual la camada gobernante que hizo suyo el dogma liberista que pronto nos haría ricos y cosmopolitas. Sacar de la fosa esas lecciones y actualizarlas, no es tarea menor para una política que pretenda trazar un curso distinto para México. No puede haber cosa peor para emprender un giro en la política o la estrategia, que al mismo tiempo mantenerse esclavos de algún “oscuro” profeta económico, sobre todo cuando sus salmos se dirigen a la condena de la política y la satanización del Estado, como ocurre todavía hoy por estos lares, a pesar de los cambios anunciados esta semana.
No resulta pertinente ni atractivo volver sobre el sobado litigio entre el mercado y el Estado. No es eso lo que está hoy sobre la mesa, porque la experiencia de esta primera fase de la globalización es contundente, salvo para las cabecitas locas de los liberales vueltos a nacer que advierten sobre los pecados capitales del estatismo. Si algo hemos aprendido en estos duros y fascinantes años, es que prácticamente sin excepción los países que “la han hecho” y dado el salto al desarrollo y la modernización han contado con estados promotores, interventores y hasta planificadores, que han sido el eje y la punta de lanza de la acumulación de capital y la ampliación de la planta empresarial nacional y extranjera.
Los empeños globalizadores fallidos o mediocres, como el nuestro, se distinguen a su vez por el cúmulo de oportunidades desaprovechadas debido más que nada a la falta de esa brújula que vea más allá del mercado y que sólo puede proveer el Estado. No es pues cuestión de traer de contrabando al Estado sino de poner al día el conocimiento y dejar atrás la superchería de un liberalismo económico mal entendido y peor aplicado.
Lo que está en el orden del día así, no es el papel del Estado en el desarrollo. Lo que urge dirimir es la capacidad que pueda desplegar el gobierno para amortiguar los latigazos de la crisis en curso y para, al paso de los acontecimientos, previsibles y no, diseñar un formato de cooperación social que auspicie el riesgo y promueva la inversión.
Sin una estrategia nacional de inversiones podrá sortearse en mayor o menor medida el vendaval, pero se carecerá de rumbo y la oportunidad de cambio y descubrimiento que siempre traen las crisis se habrá perdido. Más que sobre las olas, como se promete ahora, estaremos bajo de ellas.
No estamos para más aventura que la de encarar la tormenta y recuperar la idea del desarrollo como tarea conjunta, nacional. Querer pasarse de listos en materia petrolera, como lo intentan todavía hoy algunos personeros priístas y panistas, simplemente echaría todo por la borda. Y sin salvavidas.