Azadi
Ampliar la imagen Estudiantes chiítas indios se manifiestan en favor de los palestinos, ayer en la ciudad de Jamu Foto: Reuters
Desde por ahí de finales de junio, el pueblo de Cachemira ha sido libre. Libre en el más profundo sentido. Se quitaron de encima el terror de vivir sus vidas bajo las miras de las armas de medio millón de soldados fuertemente armados, en la región más densamente militarizada del mundo.
Tras 18 años de administrar una ocupación militar, la peor pesadilla del gobierno indio se hizo realidad. Tras declarar que el movimiento militante había sido aplastado, ahora enfrenta una protesta masiva no violenta, pero no del tipo que sabe manejar. Ésta se nutre con la memoria de los años de represión durante los cuales decenas de miles de personas fueron asesinadas, miles fueron “desaparecidas”, cientos de miles fueron torturadas, heridas y humilladas. Ese tipo de rabia, una vez que encuentra expresión, no puede ser fácilmente domada, vuelta a embotellar y enviada de regreso al lugar de donde provino.
Un repentino giro del destino, una mal concebida movida en la transferencia de 100 acres de tierra del Bosque Estatal al Comité del Templo de Amarnath (que administra el peregrinaje anual hindú a una cueva en los Himalayas de Cachemira) de pronto se volvió el equivalente a lanzar un cerillo encendido en un barril de petróleo. Hasta 1989, el peregrinaje de Amarnath solía atraer a cerca de 20 mil personas que viajaban a la cueva de Amarnath en un recorrido que tardaba cerca de dos semanas. En 1990, cuando el levantamiento militante abiertamente islamita en el valle coincidió con el propagación del virulento nacionalismo hindú (Hindutva) en las planicies de India, el número de peregrinos comenzó a crecer exponencialmente. Para 2008, más de 500 mil peregrinos visitaban, en grandes grupos, la cueva de Amarnath; sus pasajes a menudo eran patrocinados por empresas de India. Mucha gente en el valle tomó este drástico incremento como una agresiva declaración política lanzada por un Estado indio hindú cada vez más fundamentalista. La transferencia de tierra se interpretó, correcta o erróneamente, como la acción que desencadenó lo que siguió. Despertó un sentimiento de aprensión, de que era el comienzo de un elaborado plan para construir asentamientos estilo Israel y cambiar la demografía del valle.
Las protestas masivas obligaron a suspender las actividades normales en el valle. En cuestión de horas, las protestas se propagaron de las ciudades a los pueblos. Jóvenes armados de piedras tomaron las calles y se enfrentaron a la policía armada que les disparó, matando a varios. Resucitó, en la gente común y en el gobierno, la memoria del levantamiento a principios de los años 90. A lo largo de las semanas de manifestaciones, de cierre de negocios en señal de protesta y de fuego policiaco, mientras la maquinaria publicitaria Hindutva acusaba a la población cachemir de cometer todo tipo de excesos comunales, los 500 mil peregrinos de Amarnath completaron su peregrinaje, no sólo sin ser heridos, sino conmovidos por la hospitalidad que mostró la gente local.
La ferocidad de la respuesta tomó por sorpresa al gobierno, que eventualmente revocó la transferencia de tierras. Pero para entonces la transferencia se había vuelto lo que Syed Ali Shah Geelani, el líder separatista de mayor rango y también el más abiertamente islamita, llamó un “asunto irrelevante”.
En Jammu, surgieron protestas masivas contra la revocación. Ahí también el asunto escaló como bola de nieve. Los hindúes comenzaron a presentar casos de negligencia y discriminación por parte del Estado indio. (Por alguna extraña razón culpaban a los cachemir de negligencia.) Las protestas desembocaron en el bloqueo de la autopista Jammu-Srinagar, el único vínculo carretero funcional entre Cachemira e India. Camiones llenos de fruta perecedera y productos del valle comenzaron a podrirse.
El bloqueo mostró a la gente en Cachemira, de modo tajante, que se les toleraba, y que si no se comportaban podrían ser puestos bajo estado de sitio, privados de los bienes esenciales y también de abasto médico.
Claro, era absurdo esperar que las cosas terminaran ahí. ¿Nadie ha notado que en Cachemira hasta las protestas menores sobre asuntos cívicos como el agua y la electricidad inevitablemente se vuelven demandas por la azadi (libertad. N de la T)? Amenazarlos con una hambruna masiva equivalía a cometer un suicidio político.
No es de sorprenderse que la voz que el gobierno de India tanto ha intentado acallar en Cachemira ha crecido hasta ser un clamor ensordecedor. Criados en un parque de recreo de campamentos militares, retenes y bunkers, con gritos desde las cámaras de tortura como banda sonora, la generación de jóvenes de pronto descubrió el poder de las protestas masivas, y, sobre todo, la dignidad de poder desencorvarse y hablar por sí mismos, representarse a sí mismos. Para ellos, es una revelación divina. Ni el miedo a la muerte parece frenarlos. Y una vez que se fue ese miedo, ¿de qué sirve el mayor o segundo más grande ejército del mundo?
En el pasado ha habido mítines masivos, pero ninguno, en la historia reciente, que se recuerde que haya sido tan sostenido y amplio. Los principales partidos políticos de Cachemira –National Conference, Peoples Democratic Party– aparecen, obedientemente, a debatir en los estudios televisivos de Nueva Delhi, pero no se atreven a salir a las calles de Cachemira. Los militantes armados que durante los peores años de la represión eran percibidos como los únicos que portaban la antorcha de la azadi, si es que siguen por ahí, parecen estar contentos con ocupar un asiento trasero y dejar que la gente sea la que luche, para variar.
Los dirigentes separatistas que sí aparecen y hablan en los mítines no son líderes, sino más bien seguidores, guiados por la fenomenal energía espontánea de la gente enjaulada y enfurecida, que explotó en las calles de Cachemira. Día tras día, cientos de miles de personas abarrotan lugares que, para ellos, albergan terribles memorias. Demuelen bunkers, rompen los alambres de espino y miran de frente a los cañones de las ametralladoras de los soldados, diciendo lo que muy pocos quieren escuchar en India. Hum Kya Chahtey? Azadi! Queremos libertad. Y, hay que decirlo, la misma cantidad de gente y con igual intensidad: Jeevey Jeevey Pakistan. Larga vida para Pakistán.
Ese sonido reverbera por todo el valle como el golpetear de lluvia sobre un techo de hojalata, como el rugir de los truenos durante una tormenta eléctrica.
El 15 de agosto, día de la independencia de India, Lal Chowk, el centro nervioso de Srinagar, fue tomado por miles de personas que izaron la bandera paquistaní y se desearon un “feliz día de la independencia atrasado” (Pakistán celebra su independencia el 14 de agosto) y “feliz día de la esclavitud”. El humor, evidentemente, ha sobrevivido a los muchos centros de tortura y Abu Ghraibs indios en Cachemira.
El 16 de agosto, más de 300 mil personas marcharon a Pampore, al pueblo del líder de la Conferencia de Hurriyat, Sheikh Abdul Aziz, quien había sido acribillado a sangre fría cinco días antes.
La noche del 17 de agosto, la policía selló la ciudad. En las calles había barricadas, miles de policías armados fueron apostados en las barreras. Las carreteras que llevan a Srinagar fueron bloqueadas. La mañana del 18 de agosto, desde aldeas y pueblos a lo largo del valle, la gente empezó a llegar en grandes números a Srinagar. En camiones, jeeps, autobuses y a pie. Una vez más, rompieron las barreras y la gente reclamó su ciudad. La policía se enfrentó con la opción de hacerse a un lado o ejecutar una masacre. Se hicieron a un lado. Ni una bala fue disparada.
La ciudad flotó en un mar de sonrisas. Había éxtasis en el aire. Todos traían pancartas; dueños de casas-barco, comerciantes, estudiantes, abogados, doctores. Una decía, “Todos somos prisioneros, libérennos”. Otra decía, “Una democracia sin libertad es una Locura-Demoniaca (juego de palabras con “democracy” y “demon-crazy”. N de la T). Locura demoniaca. Ésa fue una buena puntada. Quizá se refería a la locura que permite que la democracia más grande del mundo administre la ocupación militar más grande del mundo y que siga llamándose a sí misma democracia.
Había una bandera verde en cada poste de luz, cada techo, cada parada de camión y en los plátanos orientales. Una grande ondeaba afuera del edificio de All India Radio. Habían pintado encima de los letreros en las calles. Decía Rawalpindi (ciudad paquistaní sede de cuarteles militares. N de la T). O simplemente Pakistán. Sería un error asumir que la expresión pública de afecto hacia Pakistán automáticamente se traduce en un deseo por someterse a Pakistán. En parte tiene que ver con estar agradecidos por el apoyo –cínico o no– a lo que los cachemir ven como su lucha por la libertad, y lo que el Estado indio ve como una campaña terrorista. También tiene que ver con ser traviesos. Con decir y hacer lo que más irrita a India. (Es fácil mofarse de la idea de una “lucha por la libertad” que desea distanciarse de un país que supuestamente es una democracia y alinearse con otro que durante la mayor parte del tiempo ha estado regido por dictadores militares. Un país cuyo ejército ha cometido genocidio en lo que ahora es Bangladesh. Éstas son preguntas importantes, pero por ahora quizá sea más útil preguntarse qué habrá hecho esta llamada democracia en Cachemira como para que la gente la odie tanto.)
Por todas partes había banderas paquistaníes, por todos lados se escuchaba el grito Pakistan se rishta kya? La illaha illallah. ¿Qué nos une a Pakistán? No hay otro dios más que Alá. Azadi ka matlab kya? La illaha illallah. ¿Qué significa la libertad? No hay dios más que Alá. Para alguien como yo, que no soy musulmana, esa interpretación de libertad es difícil –si no es que imposible– de comprender. Le pregunté a una joven si una Cachemira libre no implicaría menos libertad para ella, como mujer. Se encogió de hombros y dijo: “¿Qué tipo de libertad tenemos ahora? ¿La libertad de ser violadas por los soldados indios?” Su respuesta me dejó callada.
Rodeada por un mar de banderas verdes, era imposible dudar o ignorar la naturaleza profundamente islámica del levantamiento que tenía lugar a mi alrededor. Era igualmente imposible etiquetarlo como un depravado y terrorista jihad. Para los cachemir era una catarsis. Un momento histórico en una larga y complicada lucha por la libertad, con todas las imperfecciones, crueldades y confusiones que las luchas por la libertad traen consigo. Ésta no puede, de ninguna manera, catalogarse como pura, y siempre será estigmatizada por –y algún día espero que rinda cuentas–, entre otras cosas, la brutal matanza de los miembros de la comunidad pandit de Cachemira en los primeros años del levantamiento, culminando con el éxodo de casi toda la comunidad hindú del valle de Cachemira.
Mientras la multitud crecía escuché con atención las consignas, porque la retórica mucha veces es la clave para entender. Había bastantes insultos y humillación a India: Ay jabiron ay zalimon, Kashmir hamara chhod do (oh, opresores, oh, malvados, sálganse de Cachemira.) La consigna que me atravesó como un cuchillo y me rompió el corazón fue ésta: Nanga bhookha Hindustan, jaan se puaara Pakistan. (Desnuda, hambrienta India, más preciosa que la vida misma: Pakistán.)
¿Por qué era tan irritante, tan doloroso escuchar esto? Traté de entender y me quedé con tres razones. Primero, porque todos sabemos que la primera parte de la consigna es la vergonzosa y desnuda verdad sobre India, el superpoder emergente. Segundo, porque todos los indios que no están nanga o bhookha son –y fueron– cómplices, de maneras complejas e históricas, de los elaborados sistemas culturales y económicos que hacen que la sociedad india sea tan cruel, tan vulgarmente inequitativa. Y tercero, porque era doloroso escuchar a gente que ha sufrido tanto burlarse de otros que sufren, de modo distinto, pero no menos intenso, bajo el mismo opresor. En esa consigna vi las semillas de lo fácil que es que las víctimas se vuelvan perpetradores.
El líder separatista Syed Ali Shah Geelani comenzó su discurso recitando el Corán. Luego dijo lo que ha dicho antes, cientos de veces. La única manera en que la lucha pueda triunfar, dijo, es si toma al Corán como guía. Dijo que el Islam guiaría la lucha y que era todo un código moral y social que gobernaría al pueblo de una Cachemira libre. Dijo que Pakistán había sido creado como el hogar del Islam, y que esa meta nunca debía ser subvertida. Dijo que así como Pakistán pertenecía a Cachemira, Cachemira pertenecía a Pakistán. Dijo que las comunidades de minorías tendrían derechos plenos y sus lugares de culto estarían seguros. Cada uno de estos puntos fue aplaudido.
Me imaginé a mí misma parada en el corazón de una manifestación nacionalista hindú, ante la cual hablaba L. K. Advani, del BJP (Partido Bharatiya Janata). Remplaza la palabra Islam con la palabra Hindutva, remplaza la palabra Pakistán con Hindustán, remplaza las banderas verdes con las color azafrán y tendremos la visión de pesadilla del ideal de India que tiene el BJP.
¿Es esto lo que deberíamos aceptar como nuestro futuro? ¿Estados monolíticos religiosos imponiendo todo un código social y moral, “un modo de vida completo”? En India, millones de nosotros rechazamos el proyecto Hindutva. Nuestro rechazo nace del amor, de la pasión, de un tipo de idealismo, de tener enormes intereses emocionales en la sociedad en la que vivimos. Lo que nuestros vecinos hagan, cómo decidan manejar sus asuntos, no afecta nuestro argumento, solamente lo fortalece.
Los argumentos que surgen del amor también están cargados de peligro. Queda de la gente de Cachemira estar de acuerdo o no con el proyecto islamita (tan disputado, de modos igualmente complejos, en todo el mundo por musulmanes, como Hindutva es disputado por los hindúes). Quizá ahora que la amenaza de violencia se ha alejado y hay algo de espacio para debatir puntos de vista y ventilar ideas, es tiempo de que aquellos que son parte de la lucha delineen una visión de cuál es el tipo de sociedad por la que luchan. Quizá sea hora de ofrecerle a la gente algo más que mártires, consignas y vagas generalizaciones. Aquellos que buscan voltear hacia el Corán para que los guíe, sin duda encontrarán guía ahí. ¿Pero qué pasa con aquellos que no quieren hacerlo, o a quienes el Corán no otorga un lugar? ¿Los hindúes de Jammu y las otras minorías también tienen derecho a la autodeterminación? ¿Los cientos de miles de miembros de la comunidad pandit de Cachemira que viven en el exilio, muchos de ellos en una terrible pobreza, tienen el derecho a regresar? ¿Se les pagará reparaciones por las terribles pérdidas que han sufrido? ¿O una Cachemira libre hará a sus minorías lo mismo que India hizo con los cachemir durante 61 años? ¿Qué pasará con los homosexuales y los adúlteros y los blasfemos? ¿Qué será de los ladrones y los haraganes y los escritores que no están de acuerdo con el “código social y moral”? ¿Nos condenarán a muerte, como ocurre en Arabia Saudita? ¿Continuará el ciclo de muerte, represión y derramamiento de sangre? La historia ofrece muchos modelos que los pensadores e intelectuales y políticos de Cachemira pueden estudiar. ¿A qué se parecerá la Cachemira de sus sueños? ¿Argelia? ¿Irán? ¿Sudáfrica? ¿Suiza? ¿Pakistán?
En un momento crucial como éste, pocas cosas son tan importantes como los sueños. Una utopía perezosa y un defectuoso sentido de la justicia tendrán consecuencias en las que no vale la pena ni pensar. Éste no es momento de pereza intelectual o de estar renuentes a evaluar una situación con claridad y honestidad.
La posibilidad de una partición ya asomó la cabeza. Las redes del Hindutva están llenas de rumores acerca de hindúes en el valle que sufren ataques y se ven forzados a huir. En respuesta, llamadas telefónicas provenientes de Jammu reportaron que una milicia armada hindú amenazaba con perpetrar una masacre y que los musulmanes de los dos distritos mayoritariamente hindúes se preparaban para huir. (Regresaron los recuerdos del baño de sangre que siguió y cobró las vidas de más de un millón de personas cuando India y Pakistán fueron separados. Esa pesadilla nos atormentará a todos para siempre.)
Sin embargo, ninguno de estos temores de lo que aguarda el futuro puede justificar la continua ocupación militar de una nación y un pueblo. De la misma manera en que no se puede aceptar la justificación del proyecto colonial de que los nativos no estaban listos para la libertad.
Claro que hay muchas maneras en las cuales el Estado indio puede mantener el control de Cachemira. Podría hacer lo que mejor hace. Esperar. Y esperar que, ante la ausencia de un plan concreto, la energía de la gente se disipe. Podría intentar fracturar la frágil coalición que emerge. Podría extinguir este levantamiento no violento y volver a invitar a la militancia armada. Podría incrementar el número de tropas de medio millón a un millón. Unas cuantas masacres estratégicas, un par de asesinatos, algunas desapariciones y una serie de arrestos serían suficientes para lograr mantener el control unos años más.
La inimaginable suma de dinero del erario que se necesita para mantener la ocupación militar en Cachemira es dinero que debía gastarse en escuelas y hospitales y alimentos para una empobrecida, malnutrida población india. ¿Qué tipo de gobierno podría creer que tiene el derecho de gastarlo en más armas, más alambre de espinos y más prisiones en Cachemira?
La ocupación militar india de Cachemira nos vuelve a todos unos monstruos. Permite que los chovinistas hindúes victimicen musulmanes en India, al mantenerlos como rehén de la lucha por la libertad librada por los musulmanes en Cachemira. India necesita liberarse (azadi) de Cachemira tanto como –si no es que más que– Cachemira necesita liberarse (azadi) de India.
* La escritora india Arundhati Roy es autora de El dios de las pequeñas cosas.
Copyright 2008 Arundhati Roy. Se reproduce con autorización de Roy.
Traducción: Tania Molina Ramírez.