Conformidad y desconfianza
Luego de una corta ausencia fuera del país, regreso para encontrarme con el incremento brutal de la violencia en diversos estados y la retórica del Presidente sobre la importancia de estar unidos (en torno a él) y de apoyar sus medidas, a reserva de ser tachado como antipatriota en caso contrario.
Un par de días después me entero por las noticias que el señor está en Nueva York, dando discursos y entrevistas para promocionar sus planes de enajenación del patrimonio nacional, sin el menor pudor ante las protestas crecientes de amplios sectores de la sociedad que muestran así su inconformidad con esos posibles actos, sabiendo que se trata, como en todas las privatizaciones anteriores, de nuevos engaños perpetrados para el beneficio de intereses extranjeros y de algunos cuantos privilegiados locales, cercanos siempre al círculo del poder.
Los reportes de analistas políticos bien informados indican que el Presidente parece estar molesto ante la falta de apoyo y de comprensión por parte de los grupos políticos y de la sociedad en general. La carta de Denise Dresser al Presidente, publicada en la revista Proceso, le da una respuesta contundente, indicando las razones por las que no recibirá esos apoyos. A esas razones yo quiero agregar una que ella omitió: el encubrimiento, que es complicidad, con el ex presidente y su familia para dejar impunes los delitos que cometieron. No se puede pedir apoyo para luchar en contra de la delincuencia cuando se es parte consciente de la delincuencia misma.
La pregunta es ahora cómo se va a resolver todo esto, dado que además de la corrupción que impera en los círculos del poder, se agrega la incompetencia del equipo de gobierno. ¿Se trata de una incompetencia real, o es sólo una coartada para terminar imponiendo un régimen autoritario como única solución posible a la escalada delictiva? Varias parecen ser ya las señales que indican un proceso orientado en tal dirección, además del hecho, ya mencionado por varios articulistas, de que el único beneficiario de la actual ola de violencia es el mismo grupo que gobierna, que de otra manera se deteriora políticamente día a día.
Uno de los aspectos que más me impactaron a mi regreso al país es el ambiente de miedo y de inseguridad que de manera consciente o inconsciente han logrado imponer los medios de comunicación entre amplios sectores de la población, no sólo en la ciudad de México sino en otras regiones del país.
El lunes mismo, mientras circulaba en mi auto por la ciudad de México, escuché en alguna de las radiodifusoras comerciales un mensaje en el que se daban algunos consejos a los automovilistas para evitar ser secuestrados, recomendando circular por la parte central del arroyo, sin acercarse a las banquetas, para evitar un asalto. Otra recomendación más era detener el auto en los altos, separado unos 20 metros del que le precede, para poder maniobrar en caso de ser necesario. Después de dos minutos de aquello, era fácil reconocer la factibilidad plena de ser secuestrado en las dos cuadras siguientes.
¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Tendrá algo que ver con el simple desvío de la atención pública centrada en el proceso de privatización de la producción de energéticos y derivados del petróleo, o se trata de algo aún más siniestro? Quizás lo estemos viendo en unos días o semanas más. Resulta de veras lamentable no tener confianza alguna en el gobierno ni en el Presidente, pero ellos se lo han ganado.
Existen, sin embargo, otras posibilidades, como por ejemplo que los grupos del poder real, constituido por los grandes empresarios y los intereses de las corporaciones internacionales, decidan retirar del poder al Presidente, ante su visible incapacidad para enfrentar el problema, impulsando a los militares a imponer el orden. El resultado no sería muy diferente al señalado anteriormente.
En las condiciones actuales la sociedad mexicana en su conjunto, por más desilusionada y harta de la situación en la que nos encontramos, no está en condiciones de exigir ni de restablecer el orden por ella misma, está desorganizada y dividida para hacer algo más que manifestaciones. En los estados modernos son los partidos políticos los actores que pueden convocar y resolver los problemas.
En nuestro caso, esto es también incierto. Descartar al PAN es inmediato: ellos son los que han llevado al poder a los últimos dos gobiernos, y en ambos casos han parecido satisfechos de sus logros sin reparar en los desastres causados. El PRD tampoco tiene mucho que ofrecer, ante sus permanentes pleitos y rivalidades internas y la escasa visión y voluntad política de sus líderes actuales.
El caso del PRI es más complejo, pues en él se conjugan los intereses más turbios con algunas de las posiciones más avanzadas y comprometidas con el país. Su dirigente actual es una mujer valiosa e inteligente y las estructuras del partido parecen estar recuperándose en algunas regiones; sin embargo, la participación en algunas de sus posiciones clave de individuos tan delincuentes como los que más y el gran lastre histórico que llevan a cuestas y que incluye los orígenes de la debacle en que vivimos, hacen difícil pensar por ahora que ese partido pudiese liderar el cambio que necesitamos.
Todo ello nos lleva a pensar en que lo mejor que nos puede pasar es seguir como vamos, sin mayores expectativas de mejorar, y esperar que los niveles de descomposición no crezcan mucho, aunque es necesario admitir que esto es muy triste.