Usted está aquí: viernes 19 de septiembre de 2008 Opinión La corrupción somos todos

Jorge Camil

La corrupción somos todos

“La solución somos todos”, rezaba el ingenioso lema de campaña de José López Portillo. Con él nos invitaba, como al inicio de todos los sexenios, a redoblar esfuerzos, “apretarnos el cinturón”, entregar nuevamente la confianza; a involucrarnos en un nuevo amanecer.

Pero 30 años después continuábamos buscando la “solución” para un problema cuyo funesto desenlace comienza a dibujarse apenas ahora, merced a la apertura de los medios.

Y no es que durante ese tiempo fuésemos escasos de entendimiento, ciegos o estúpidos. Asumíamos, al tropezarnos con ejemplos evidentes de corrupción policiaca, que se trataba de hechos aislados, circunstanciales, o simplemente atribuibles a nuestra mala suerte; al fatalismo muy mexicano del “ya me tocaba”.

Hace nueve años, cuando comenzó a empeorar la inseguridad mexicana, publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado “Libanización de México” (La Jornada, 09/07/99), que en esa época un ex funcionario público mexicano, visiblemente alarmado, distribuyó por correo electrónico entre decenas de conocidos y amigos. A partir de un libro de Thomas L. Friedman, premio Pulitzer de periodismo, mi artículo comparaba la inseguridad en Beirut de los 80 con la deteriorada situación mexicana al final de los 90. From Beirut to Jerusalem comienza con el dramático secuestro de un hombre en plena luz del día y en presencia de su mujer, después de lo cual el chofer del periodista prosiguió la ruta como si nada, comentando sobre la familia y el estado del tiempo.

Los libaneses de entonces, como los mexicanos de hoy, racionalizaban sus desgracias: vivir en un barrio peligroso o del lado equivocado de la calle, transitar en automóviles de lujo y salir de noche era desafiar la voluntad divina. Jamás se les ocurría atribuir sus problemas a la ausencia de un estado de derecho. No faltaban aquellos que se enfrascaban en el juego de las estadísticas: “entre tantos millones de habitantes es imposible que me toque la violencia” (que es como la lógica del tonto del cuento que sube al avión con una bomba para aumentar las probabilidades de que no aparezcan dos artefactos abordo).

En la alborada del milenio los mexicanos continuábamos aún despreocupados, haciendo vida nocturna, visitando barrios peligrosos y viviendo del lado equivocado de la calle. Hoy, como lo demostró el acto terrorista de Morelia, es jugar con fuego. Hoy nuestros hechos de sangre se han convertido en tragedias nacionales. Diez años después, cuando la violencia ha adquirido carta de naturalización, nos rehusamos a asumir la culpa de nuestras propias desgracias y a continuar cambiando la calidad de ciudadanos por la humillante condición de víctimas.

Pero no piense que estando aparentemente libres de culpa podemos arrojar la primera piedra, porque del otro lado del reto lanzado por Alejandro Martí, cuando le recordó a las autoridades que “cobrar por no cumplir es una forma de corrupción”, aparece una terrible incriminación: ¿cómo definir la actitud de quienes hemos aceptado sistemáticamente vejaciones y violaciones a la ley? ¿Somos impotentes o cómplices?

Afortunadamente los medios, libres ya de las ataduras del poder político, nos proporcionan un espejo en el que podemos mirarnos con mayor claridad que en el espejo mágico de Blancanieves. Y nos horroriza lo que vemos: políticos corruptos pavoneándose heroicamente en las páginas de sociales y en las revistas del corazón; criminales empedernidos que dirigen desde sus celdas una jugosa e inverosímil industria de secuestros virtuales; decapitados, decenas de ejecuciones, y ahora actos de terrorismo.

Si antes nos comparábamos con Líbano, el salvaje atentado terrorista en Michoacán nos coloca de golpe en la angustia que viven quienes padecen la guerra civil en Irak. En ese entorno, y frente a la promesa del presidente Calderón de que “vamos a ganar esta guerra”, el misterioso y macabro descubrimiento de los 24 ejecutados en La Marquesa, a las puertas de la capital, nos recuerda los ajusticiamientos con la ley fuga del porfiriato y la Revolución. ¿Estamos acaso regresando a los orígenes a partir de las cenizas que deja el incendio?

Los secuestros más recientes demuestran que estos actos han dejado de ser delitos de ocasión, porque detrás de cada uno de ellos, meticulosamente planeados y fríamente ejecutados, aparece una red de soplones y servidores desleales que seleccionan a las víctimas y las venden como mercancía al crimen organizado; y un creciente número de judiciales, agentes, comandantes, ex militares, policías, oficiales antisecuestro y otras autoridades que deberían velar por el bien común. Todo ello dentro del entorno de un sistema judicial corrupto hasta la médula.

Al mirarnos en el espejo mágico queremos ver a Blancanieves, pero sólo aparece el rostro desfigurado de la madrastra. El espejo ofrecido por los modernos medios de comunicación nos confirma que nuestros temores están plenamente justificados. Perdón, presidente Calderón, perdón Marcelo Ebrard, no “estamos cayendo” en manos del crimen organizado. Peor aún, ¡hemos caído en manos de la policía!

 
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