Editorial
De Kosovo al Cáucaso
El pasado lunes la Duma rusa decidió reconocer las independencias de Osetia del Sur y Abjazia –provincias separatistas incrustadas en el norte del territorio georgiano, de población predominantemente rusa o pro rusa– y ayer la determinación fue formalizada por el presidente ruso, Dimitri Medvediev. De inmediato, Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea manifestaron su rechazo a la medida de Moscú y han formulado severas advertencias al respecto: la Organización del Tratado del Atlántico Norte calificó la decisión de “violación directa” de las resoluciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU); por su parte, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Condoleezza Rice, se refirió a la decisión del gobierno ruso como “deplorable”, y afirmó que no contará con el apoyo de los otros miembros del Consejo de Seguridad de la ONU.
La convalidación a las independencias sudosetia y abjaza no resulta sorprendente; es una medida consecuente con la política del Kremlin hacia esos separatismos caucásicos, acaso acelerada por la escalada militar que tuvo lugar a principios de mes en la región. En efecto, desde que Osetia del Sur y Abjazia declararon sus independencias de facto a inicios de la década pasada, Moscú –que en el discurso afirmaba respetar la integridad nacional de Georgia– alentó y respaldó ambos secesionismos mediante el envío de apoyo militar y el otorgamiento de la ciudadanía rusa a la mayoría de los habitantes de esos enclaves caucásicos. Tal postura es, por otra parte, continuación de las tradicionales aspiraciones hegemónicas del Kremlin en la región, heredadas del imperio zarista. Para Moscú, Georgia tiene un elevado valor geoestratégico, no sólo por haberse convertido en aliada de Washington, sino por ser un territorio de paso obligado para las rutas de hidrocarburos del mar Negro al Caspio y la franja oriental del Mediterráneo.
Visto más a fondo, el reconocimiento de las provincias georgianas como estados independientes forma parte de un proceso desencadenado por las propias potencias occidentales, que no se originó en el Cáucaso, sino en los Balcanes, con la designación unilateral de Kosovo como Estado independiente, formulada en febrero de este año por Washington y Bruselas, en flagrante violación a los principios internacionales de integridad territorial y de no intervención en asuntos internos. Con ello quedaron sentadas las bases para la desintegración de los estados nacionales europeos, más como resultado de injerencias extranjeras y designios geoestratégicos que del reconocimiento del derecho de los pueblos a su autodeterminación.
Adicionalmente, el decidido impulso de los gobiernos occidentales a los regionalismos y separatismos en el este de Europa contrasta no sólo con la posición que han asumido en relación con Abjazia y Osetia del Sur, sino también con el rechazo e incluso la criminalización de otras expresiones independentistas en el viejo continente, particularmente las que se desarrollan en España y Francia. En lo sucesivo, los gobiernos occidentales difícilmente podrán defender con congruencia el férreo centralismo estatal ante las demandas de autodeterminación de vascos, catalanes o corsos. Voluntariamente o no, los gobiernos occidentales han colocado en el centro de la agenda política internacional, de manera ineludible, los reclamos independentistas.
Por lo demás, no puede pasarse por alto que el anuncio de ayer prefigura un ahondamiento de las divergencias entre Moscú y Occidente, y continúa una larga cadena de tensiones en torno a temas como la pretensión de Washington de emplazar un escudo antimisiles en Europa del este, la referida secesión kosovar y el Tratado sobre las Fuerzas Convencionales en Europa, uno de los textos claves que regulan la seguridad en este continente desde el fin de la guerra fría, cuyo cumplimiento fue suspendido por el ex presidente y actual primer ministro Vladimir Putin a mediados del año pasado.
Rusia, aun después de la caída del bloque soviético y del fin del llamado orden bipolar, sigue siendo la segunda potencia militar del mundo, y la perspectiva de un conflicto con Occidente, por indeseable que resulte para la de por sí precaria estabilidad mundial, no puede descartarse.