La muerte de un gigante: JM Gutiérrez-Vázquez
Los seres humanos pueden dividirse en tres grandes grupos: los enanos morales y mentales a los que se observa por medio de una lupa y que suelen ser los autores de las grandes fechorías de la historia, los que conforman la normalidad y el promedio, y los que dotados de un inexplicable conjunto de habilidades y talentos destacan por su humana inmensidad. Juan Manuel Gutiérrez-Vázquez pertenece a este último grupo de gigantes. Con sólida formación en la química y en la biología, su pasión fue la investigación educativa, la pedagogía de avanzada y la promoción y puesta en práctica de proyectos novedosos de educación a nivel mundial. Fue un mexicano que se colgó varias medallas de oro en el extranjero sin que nadie en su país se enterara. Hombre de cultura descomunal, lo mismo podía hablar con sapiencia sobre la estructura química del universo o la evolución biológica, que sobre las nuevas corrientes pictóricas, los grandes compositores clásicos o los métodos de la comunicación.
A sus vastos conocimientos le agregaría tres raros atributos: su capacidad para comunicar brillantemente sus ideas, a tal punto que era capaz de hacer vibrar auditorios enteros, su falta de pretensión y sencillez con la que varias veces detuvo y aniquiló la pedantería de la academia, y su auténtico compromiso social y político por las causas más nobles. Sus batallas por la justicia son numerosas, y entre ellas destaca su decisivo papel en 1968, cuando siendo director de la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politécnico Nacional (IPN) defendió la dignidad universitaria y ciudadana. Por su actitud valiente jugó como politécnico papel equivalente al de Heberto Castillo en la UNAM.
Si recordar es existir. No puedo dejar de darle vida en tres momentos. Le conocí cuando recién egresado de la licenciatura, asistí a una reunión en la que con otros grandes maestros fundó el Consejo Nacional para la Enseñanza de la Biología. Ahí me contrató para editar la revista Biología, primera en su género. En esa época, su enorme barba y sus corbatas de moñito lo hacían rápidamente identificable. Su imponente voz revelaba energía descomunal, y no podía ocultar un cierto halo de intelectualidad que quedaba de inmediato disuelto por su alegría y la libertad de su pensamiento, alimentado de forma permanente por una imaginación inagotable.
Muchos años después lo encontramos haciendo una larga fila en la embajada estadunidense llevando un maletín negro y misterioso, que aseguraba contenía todo el “oro de Moscú”. Para esa época ya había fundado y dirigido dos nuevas instituciones: el Centro de Investigación y Desarrollo de Michoacán (CIDEM) y la unidad de Investigación Educativa del IPN. Autoexilado en Inglaterra, desde donde asesoró proyectos educativos en cerca de 40 países, lo dejamos de ver durante casi dos décadas, hasta que un día apareció en el campus de la UNAM en Morelia solicitando con humildad trabajo de investigador. Yo le respondí, tras mirar las 80 páginas de su currículo, que a la UNAM solamente podría entrar como investigador emérito, y que en todo caso tendríamos que hacerle antes un homenaje a su tremenda trayectoria de educador y académico.
Contratado en 2001 por el Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos (CREFAL) con sede en Pátzcuaro, fundó una nueva revista (Decisio) e inicio nuevos proyectos. Desde su nueva ubicación impulsó con el gobierno estatal la cruzada por la alfabetización y todavía se dio el lujo, a pesar de su minada salud, de crear una nueva universidad regional de carácter intercultural e indígena.
Mi último encuentro con él fue en Morelia, en un auditorio pletórico con 500 maestros del estado, en el que compartimos las conferencias magistrales de una mañana cálida. Su disertación sobre la necesidad de integrar la percepción artística en la educación básica fue soberbia. Durante hora y media vimos decenas de imágenes proyectadas con pinturas y esculturas y escuchamos fragmentos de obras musicales clásicas, magistralmente comentados por él. El mundo, pero sobre todo el país, ha perdido a uno de los grandes educadores de todos los tiempos. Al nivel de José Vasconcelos o de Isidro Fabela, merece ser reconocido por la sociedad mexicana, y muy especialmente por el sector educativo y magisterial. ¡Salud, Juan Manuel, hoy brindo por ti, ser excepcional, maestro inolvidable y subversivo, admirado gigante de estas sufridas tierras!