Usted está aquí: viernes 22 de agosto de 2008 Política Tragan sapos y hasta aplauden

■ Acuerdo por la seguridad: viejas demandas y antiguas promesas

Tragan sapos y hasta aplauden

■ “¿Quién es más culpable?”, suelta Alejandro Martí; los políticos callan

Arturo Cano

Ampliar la imagen Personal de la Policía Federal Preventiva y del Estado Mayor Presidencial impidieron que el perredista Gerardo Fernández Noroña y otras personas realizaran una protesta frente a Palacio Nacional Personal de la Policía Federal Preventiva y del Estado Mayor Presidencial impidieron que el perredista Gerardo Fernández Noroña y otras personas realizaran una protesta frente a Palacio Nacional Foto: Alfredo Domínguez

Se tragan los sapos y no hacen gestos, como recomendaba el presidente Adolfo Ruiz Cortines. Tragan sin gestos y hasta aplauden, de pie, largamente. Buenos políticos. Alejandro Martí, el empresario cuyo hijo fue asesinado por la Banda de la flor, les acaba de soltar: “Si no pueden, renuncien, pero no sigan ocupando las oficinas de gobierno, no sigan recibiendo un sueldo por no hacer nada, eso también es corrupción”.

La voz de Martí se quiebra en cada frase, sobre todo cuando dice: “¿Quién habrá matado a mi hijo? ¿Ese engendro maligno, hijo de la impunidad, o todos nosotros?”

Felipe Calderón se apresura a levantarse y saluda afectuosamente a Martí, igual que algunos miembros de su gabinete.

El único que desdeña directamente el platillo es Marcelo Ebrard, jefe de Gobierno del Distrito Federal: “Yo sí te acepto el reto, Alejandro, porque estoy seguro que lo vamos a lograr.”

Los lugares privilegiados se colocan en forma de herradura. Al centro está el presidente Felipe Calderón. En una de las puntas, lo más lejos posible, Ebrard recuerda que en el Distrito Federal existe la revocación de mandato y que, en consecuencia, él se juega el cargo. No se dirige al Presidente ni a los representantes de los poderes Legislativo y Judicial, sino al empresario Martí.

“El acuerdo me parece muy buen documento”, dice, y asegura que a diferencia de otros señala fechas y responsables, de modo que pueden esperarse resultados.

Casi a las ocho de la noche, documento presentado en larga lectura por Roberto Campa, secretario ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad Pública, es puesto a votación y pasa a firma.

Después de los testigos, antes que Calderón

Garabatean en las carpetas los secretarios de Estado, los gobernadores, los representantes de las cámaras y la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Siguen los representantes de la sociedad civil, los líderes sindicales y agrarios, los dirigentes empresariales. Algunos discretos silbidos dan constancia de la firma del impoluto líder del sindicato petrolero Carlos Romero Deschamps.

Se suman también al acuerdo, aunque bien a bien sus tareas no estén bien definidas más allá del seguimiento de las acciones de gobierno, las cabezas de la Iglesia católica, de la ortodoxa, los mormones y los adventistas, los presbiterianos, la comunidad judía y las Asambleas de Dios. La batalla del Estado laico es bendecida.

Última en llegar al acto, cuando ya arrancaba, la profesora Elba Esther Gordillo firma después de los Testigos de Jehová y antes que Calderón. Le conceden el honor, pues, de firmar antes que el Presidente y fuera del paquete de líderes sindicales. Ella es la Maestra.

En calidad de “testigo de honor”, Calderón rubrica el Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad, y acto seguido clausura, seco, avaro en las palabras, “con la certeza de que cumpliremos nuestra palabra y rescataremos la seguridad de los ciudadanos”.

La clase política en pleno desaloja el Palacio Nacional en medio de las luces de las cámaras, a unos pasos del rebumbio del Movimiento Nacional de Defensa del Petróleo. Suenan mentadas de madre, pero nadie parece oírlas: quizá porque todavía suenan en los oídos de la clase política las palabras de Alejandro Martí: “¿Quién es más culpable, el que deja hacer o el que hace?”

Son palabras más duras que las mentadas –ya tan achicadas por Emilio González, gobernador de Jalisco– que llegan desde la plancha del Zócalo.

El secuestro, ese hijo ilegítimo del capitalismo salvaje, como define el Instituto para la Seguridad y la Democracia, tiene en personas como Alejandro Martí y su hijo asesinado a sus víctimas predilectas, personas “de altos ingresos (con) el poder para garantizar que se atienda prioritaria y selectivamente este delito”.

Lo sabe Martí: “El dolor de la muerte de mi hijo me ha dado el honor de poder expresarme ante ustedes. Pero en el país existen miles de Fernando que no han tenido un foro como este.”

Martí habla como víctima, porque lo es, de uno de los “delitos más viles y monstruosos”, como define Carlos Monsiváis, que convierte a seres humanos en mercancías “sujetas al maltrato, la tortura y la humillación continua”.

“Estoy seguro de que esta desgracia hizo que México ganara un hijo”, cierra Martí. A qué precio. Y el salón Tesorería, entero, engulle sapos.

“Un gran acuerdo” o “un medio”

“El Estado enfrenta el deterioro institucional de los organismos encargados de la seguridad pública, la procuración e impartición de justicia, problemas desatendidos a lo largo de décadas.

“Esto se ha agravado, en muchos casos, debido a la penetración de la delincuencia en los órganos de seguridad y a la complicidad de algunas autoridades con los criminales. En muchos casos la delincuencia ha dañado el tejido social y ha encontrado cobijo en familias enteras y comunidades.”

Los anteriores son apenas trozos del diagnóstico del acuerdo firmado, aunque pudiese sonar al artículo de un crítico.

Una primera lectura del acuerdo muestra que incluye viejas demandas ciudadanas de la mano de antiguas promesas gubernamentales –la más reiterada, “limpiar” las policías– con el añadido que pone plazos que van de unos cuantos meses a tres años para el cumplimiento de compromisos. Muchas son acciones que ya están en curso y se promete reforzar.

En los próximos meses se verá si además de las propuestas hay dinero, y si una vez con el monedero lleno las entidades son capaces de gastarlo (según el presidente del PAN, Germán Martínez, las entidades registran un subejercicio de 50 por ciento).

De eso estarán pendientes las organizaciones que han convocado a la marcha contra la inseguridad el próximo 30 de agosto. “Convocamos a universidades e instituciones de la sociedad civil a que verifiquen el avance en los temas”, dice María Elena Morera, de México Unido contra la Delincuencia.

Morera no parece haber escuchado la larga lectura de Campa, porque lamenta la ausencia de algunos puntos que sí están en el acuerdo: secuestradores aparte en las cárceles y Observatorio Ciudadano, por ejemplo.

Prueba de que cada chango se ocupe de su mecate es lo dicho por el sonorense Eduardo Bours en nombre de la Conferencia Nacional de Gobernadores: “Programas sin recursos que los sustenten son mera demagogia.”

Con todo, dice que los mandatarios estatales no regatean: “Estamos con el Presidente en esto”.

Pero define el acuerdo sólo como un instrumento que “establece un marco general”, que es “un medio y no un fin”.

El contrapunto viene del PRD. Instalada en su época de grandiosidades (apenas ayer llamó “gran amiga” a Margarita Zavala), Ruth Zavaleta es la única que asegura asistir a la firma de un “gran acuerdo”, cosa a la que no se atreven ni los funcionarios de Calderón.

“Es la hora de actuar sin condicionamientos, sin actitudes revanchistas”, dice Zavaleta, disfrutando aún el confeti de su reciente fiesta de despedida de la presidencia camaral. Así, “saluda” la presencia de Marcelo Ebrard y “festeja” la de los legisladores Javier González Garza y Carlos Navarrete.

Sea grande o pequeño, lo más recordado de la noche del acuerdo no serán los discursos de los políticos sino los enormes sapos que trajo Alejandro Martí.

“Si la vara les queda grande, renuncien.”

“Cada funcionario tiene que hacer un examen de conciencia”, responde Roberto Campa, quizá porque está a punto de perder los hilos del cargo que tiene por obra y gracia de la profesora Gordillo. O quizá lo dice porque, como aseguran sus cercanos, en su guerra perdida con el secretario Genaro García Luna, Campa ha renunciado ya tres veces.

 
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