Autonomías por la nación y autonomías envenenadas

Después de años de negarla a los pueblos indígenas, ahora resulta que a los amos les gusta la autonomía. La suya. La que les conviene. En una esfera mediática dominada por la versión única, siempre a medias, de los medios que son la voz del poder, las autonomías separatistas de la media luna boliviana, Tibet, Kosovo y la promovida por Georgia para dividir Osetia son “buenas”, democráticas y demás. En cambio Palestina que se pudra.

Se combate desde los Estados, las empresas y los ejércitos a las autonomías indígenas de nuestro continente (que en ningún caso son separatistas), ganadas a pulso en las montañas de Chiapas, la costa atlántica de Nicaragua, Panamá, Colombia, los Altos de Bolivia, y en plena refriega en el sur mapuche. Es la autonomía que no les gusta. Ya los servicios de inteligencia se devanan la ídem en Washington para “demostrar” que esos indios libertarios son, o podrían ser en cualquier momento, who knows?, “terroristas”.

El impresentable prefecto de la provincia patronal de Santa Cruz puede proferir que su “constitución autonómica” es “un catecismo”, mientras su mujer enarbola un crucifijo cursilísimo ante una plaza llena de sus seguidores. Adalides de la infausta “república de la soja” que atenaza a Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia, los prefectos golpistas de Bolivia, con la bendición de gobierno de Bush, van tendidos contra el país indio, mayoritario, y gobernado por un popular dirigente aymara.

Apuntalados por el Estado militarista de Colombia, a los ultraderechistas bolivianos no les da pena comportarse como fascistas y golpear a sus esclavos indios. Cabecillas suyos son terratenientes de origen croata que tienen mercenarios suficientes para venir a balcanizar, literalmente, los Andes. Ellos saben cómo hacerlo.

Las autonomías que son buenas para la OTAN y el Comando Sur de América tienen las puertas abiertas. Pero Kurdistán, por donde quiera que se le vea, está condenado a no existir, a menos que acepte ser perro faldero del invasor yanqui.

En México, la lucha por la autonomía de los pueblos indígenas es de signo diametralmente distinto, y es una de las más importantes resistencias hacia, y no contra, la modernidad. Otra. Encierra la aparente paradoja de resultar un valladar inmenso para defender la soberanía nacional y la unidad de nuestra dilapidada nación. Autonomías para defender al país, no para romperlo.

En las montañas de Chiapas crece y madura en 40 municipios respaldados por su propio ejército campesino, que no guerrilla, en un proceso político original y pacífico. Las Juntas de Buen Gobierno de los pueblos zapatistas cumplieron cinco años de funcionamiento, independiente. Ellos defienden sus tierras, que ambicionan las trasnacionales y los inversionistas del ocio y la especulación.

La demanda de autonomía es nacional, pero no se le deja avanzar en ninguna otra entidad: los amuzgos de Suljaa’, los triquis en particular y los pueblos de Oaxaca en general, Tlanepantla en Morelos y en cierto modo Atenco en el Estado de México. Se les escatima a nahuas y purépechas de Michoacán, wixarrika, mayo-yoreme, yaqui, comc’ac, ñahñú de Atlapulco y ñuhú de la sierra norte de Veracruz.

En tierras americanas la luchas autogestionarias comparten este signo. Y los mapuche de Chile son tratados como “terroristas” por defender sus territorios. El gobierno “revolucionario” de Venezuela demuestra una torpeza monumental y neoliberal con sus pueblos wareao, yupka y otros, que demandan autonomía para sobrevivir. En Colombia, la guerra de otros tiene en el precipicio la autonomía ya legal de los pueblos.

Y mientras, el Pentágono, la ONU y la Comunidad Europea están dispuestas a cosechar cualquier nuevo “país” al grito de “patria o muerte”, siempre y cuando esté en China (que su brutalidad se carga) o en los rescoldos del eximperio soviético, y no importa que sea criminal como Kosovo. El nacionalismo como pretexto desintegrador, capital político para las guerras y los saqueos. Esas son las autonomías que le gustan al poder capitalista.

 

 

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