Editorial
Inseguridad: causas estructurales
El intento de linchamiento que ocurrió ayer en el municipio de Tlapanalá, Puebla, donde cinco presuntos secuestradores, que se hicieron pasar por elementos de la Agencia Federal de Investigaciones, fueron capturados y retenidos en el palacio de gobierno por habitantes del lugar, es reflejo alarmante de una avanzada descomposición en los terrenos social, institucional y político, en un contexto particularmente complicado por el auge del crimen organizado y la violencia en el país.
La actitud de los habitantes de ese municipio poblano, injustificable bajo cualquier óptica en el marco de un estado de derecho, se explica en este caso por la convergencia de la erosión y el desprestigio –ganado a pulso— de las organizaciones policiales consagradas al combate de la delincuencia y la inoperancia de las autoridades políticas para atender las demandas ciudadanas en materia de justicia, elementos traducidos en hartazgo y descontento social. Tal incapacidad se debe, por añadidura, a la profunda falta de sensibilidad de los recientes gobiernos con relación a los factores originarios de la delincuencia.
En ese sentido, cobra especial relevancia lo expresado ayer por el ex aspirante presidencial, Andrés Manuel López Obrador. Durante una gira por Guanajuato, el tabasqueño criticó el empecinamiento del gobierno calderonista en responder a la violencia y la inseguridad “con el discurso propagandístico de la mano dura (...) con más policías, soldados, más cárceles, leyes más severas y condenas más largas”, como si ello “bastara para enfrentar una situación que se ha originado por 26 años de estancamiento económico”. Asimismo, señaló la falta de justicia y la carencia de oportunidades como detonantes de “la delincuencia y la convulsión social”.
El diagnóstico de la realidad ofrecido por López Obrador es dolorosamente acertado, sobre todo porque apunta a un elemento central: la naturaleza estructural de la violencia, como consecuencia de un modelo económico y de gobierno concebido para beneficio de las minorías, que genera y profundiza exasperantes divisiones en la sociedad y cuyo reflejo es la enorme inequidad con relación a las oportunidades de desarrollo.
Hasta ahora, el grupo que detenta el poder no ha encaminado sus esfuerzos a emprender medidas tan urgentes como el ataque a los conocidos rezagos sociales y económicos que recorren el país y castigan a amplios sectores de la población, o el combate a la corrupción que carcome todas las estructuras de la administración pública y que resulta, como mencionó ayer López Obrador, “tanto o más peligrosa que la delincuencia organizada”. Desde esa perspectiva, resulta positiva y necesaria la presencia de un liderazgo crítico como el del tabasqueño, bajo el cual se articula y encauza un movimiento amplio y creciente.
La seguridad constituye un derecho humano fundamental. Garantizarla es una de las tareas prioritarias de los estados modernos, y el cumplimiento de esta labor es un indicador clave de la eficacia de un gobierno. Ejemplos como el de ayer en Puebla debieran poner en alerta a las autoridades ante el agotamiento de la credibilidad de las instituciones y el avance de las corporaciones criminales, incluso en el seno de los ámbitos del poder público, lo que configura un grave factor de riesgo para la vigencia de la vida institucional y del estado de derecho, y para la viabilidad del país en su conjunto.