Editorial
Desapariciones: agravio e impunidad
La Secretaría de Gobernación aseguró ayer que la Procuraduría General de la República investiga, bajo el término penal de “desaparición forzada”, el caso de dos guerrilleros del Ejército Popular Revolucionario (EPR), Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez. La declaración pudiera resultar alentadora por cuanto apunta a un cambio en la postura del gobierno federal, antes renuente a reconocer que los eperristas pudieron haber sido privados de su libertad por elementos de las fuerzas públicas o con conocimiento de las autoridades del Estado. Sin embargo, en la medida en que las pesquisas prometidas no arrojen resultados favorables, será más que justificado el escepticismo manifestado ayer mismo por los integrantes de la comisión mediadora entre el EPR y el gobierno, sobre todo porque en casos como éste el signo de las autoridades ha sido, precisamente, el encubrimiento.
Las desapariciones forzadas constituyen un ejemplo claro y vergonzoso de las graves violaciones a la legalidad cometidas por el Estado. Como cualquier forma de secuestro, atentan contra derechos humanos fundamentales como la vida, la seguridad y la libertad, pero, a diferencia de las privaciones de la libertad consumadas por las organizaciones delictivas –que por lo general se llevan a cabo para cobrar un rescate a los familiares de las víctimas–, las desapariciones obedecen a causas de otra índole, por lo general política, lo que reduce las perspectivas de que el capturado sea vuelto a ver con vida.
Durante la segunda mitad del siglo pasado, este tipo de crímenes proliferaron en América Latina, particularmente en el contexto de las dictaduras militares que tuvieron lugar. El hecho de que México haya guardado la apariencia de un Estado democrático no impidió que la semilla de este mal se alojara en las estructuras del poder público.
Así, en las últimas cuatro décadas, el país acumuló una enorme cantidad de crímenes de lesa humanidad sin resolver: la represión del movimiento estudiantil de 1968; las prácticas de guerra sucia durante el mandato de Luis Echeverría –que no cesaron en el de José López Portillo–; la persecución y asesinato de cientos de militantes perredistas en el gobierno de Carlos Salinas; las tácticas de contrainsurgencia emprendidas por Ernesto Zedillo en Chiapas, con las consecuentes violaciones masivas a los derechos humanos; los actos de represión con que concluyó el foxismo en Sicartsa, Texcoco- Atenco y Oaxaca. Por añadidura, a decir de la senadora Rosario Ibarra de Piedra, durante los primeros siete años de las administraciones panistas se han consumado un centenar de desapariciones forzadas: 65 durante la de Vicente Fox y más de una treintena en la presente. La persistencia de este crimen evidencia, por lo demás, la falta de autoridad moral de un gobierno que asegura trabajar por la observancia de la ley y la vigencia del estado de derecho, al tiempo que propicia la impunidad para los responsables de gravísimas violaciones a la legalidad.
En todo este tiempo, los sucesivos gobiernos han encubierto los delitos de sus antecesores, incluso a pesar de la alternancia de logotipos partidistas en la Presidencia de la República. Tal circunstancia ha sido garante de impunidad para quienes han empleado el poder público para reprimir en forma atroz a la ciudadanía y a los activistas políticos y sociales.
Cabe esperar, en suma, que el anuncio hecho ayer en Gobernación sea algo más que una medida cosmética de la administración calderonista, que las investigaciones arrojen resultados verosímiles y que, en ese mismo espíritu, se sancione a los responsables de estos crímenes.