Por Carlos Bonfil
Desde sus primeras manifestaciones, la evolución del sida no ha hecho sino desafiar constantemente
los marcos conceptuales y sistemas de pensamiento en los más variados
campos de la investigación científica. En el campo de la sexualidad, uno de los investigadores
que más se ha abocado a analizar el impacto de la epidemia del VIH en los comportamientos
sexuales es Richard Parker, antropólogo y profesor de la Escuela de Salud Pública Mailman, y
presidente de ABIA, una de las organizaciones brasileñas de sida más reconocidas.
Entrevistamos a Richard Parker luego de su participación en el Encuentro Latinoamericano y del
Caribe sobre Sociedad y Sexualidad, organizado por varias instituciones académicas mexicanas
los últimos días de julio en esta ciudad.
¿Qué cambios observa en la práctica de la sexualidad a partir de la aparición en 1996 de
los tratamientos antirretrovirales que están cambiando el curso de la epidemia del VIH? No disponemos de buena información acerca de cómo el año clave de 1996 incidió en las prácticas
sexuales. La comunidad científica reconoció el impacto que los antirretrovirales tendrían
sobre la sexualidad, y los investigadores sociales tardaron un poco en entender dicho impacto.
En Estados Unidos, una cultura particularmente negativa en lo que se refiere a la sexualidad, hubo
mucha discusión en torno de lo que se llamo una “desinhibición”, la noción de que el acceso
a los nuevos tratamientos provocaría que la gente tuviera prácticas sexuales de mayor
riesgo, cuando se pensara que el sida ya no era un padecimiento fatal, y que por lo
mismo no habría mayores razones para protegerse. Pienso que esta visión
es demasiado simplista. El problema es que no disponemos de muchos
estudios realmente perspicaces que muestren la manera en que la gente
está hoy reorganizando sus subjetividades sexuales en un mundo en el que
el acceso a tratamientos eficaces contra el sida es ya una realidad.
¿Existe una sexualidad “seropositiva” por llamarla
de alguna manera?
Es interesante ver cómo empiezan a ser sexualmente activos los jóvenes
bajo tratamiento que fueron infectados en el vientre materno o desde su
adolescencia más temprana. Están también los adultos seropositivos interesados
en procrear y en lidiar con nuevas estrategias de salud reproductiva.
Vemos el caso en la comunidad gay de Brasil de nuevas infecciones entre
jóvenes, pero también entre adultos que disponen de un caudal de informaciones
sobre la pandemia, que no proceden de estratos sociales desfavorecidos,
que pudieran protegerse, y que sin embargo se infectan día
a día. Hay entonces todo un conjunto de comportamientos y respuestas
en diversas comunidades que es preciso investigar para tener una percepción
más clara de lo que sucede hoy con la epidemia.
¿Percibe cambios en la forma en que opera el estigma ligado
al VIH debido a los tratamientos? El mismo hecho de cambiar la noción del VIH como padecimiento
inevitablemente fatal al de una condición crónica y manejable, ha
tenido sin duda el efecto importante de reducir el estigma y la discriminación,
sin embargo me asombra que ese mismo estigma persista en
ambientes en los que uno esperaría cambios que nunca llegan. Sucede
que el VIH sigue siendo un problema muy complejo que tiene que ver
con la homosexualidad, con lo transgénero, con la no conformidad al
género, con el comportamiento sexual de las mujeres,
a quienes se les ve como sexualmen- te activas
por haberse infectado, y que por ello
se sitúan al margen de los esquemas
aceptados por la sociedad. Esos estigmas
sociales se mezclan con los estigmas
específicamente relacionados con la
enfermedad, por lo que hay una condición
social estigmatizada que se confunde con
una condición de salud también estigmatizada,
y ambas se entremezclan hasta hacer de la
discriminación contra el VIH una de las situaciones
más difíciles de combatir. Es por ello que uno
de los avances más significativos de estos años ha
sido la importancia de los derechos humanos y de
los derechos civiles, y la defensa de una nueva visión
del VIH a partir de esta premisa de los derechos. Esto no responde a todas las preguntas que se imponen en la materia, pero ciertamente se trata de un
avance inmenso con respecto a lo que sucedía hace diez años. Es primordial porque entendimos
que responder a la epidemia es también responder al vasto conjunto de desigualdades sociales
que la moldearon, y que si no respondemos de esta manera estamos condenados a fracasar en
nuestra respuesta al VIH.
¿Al cabo de veinticinco años de respuesta al VIH, considera usted que las estrategias
de prevención han sido exitosas?
Sin duda, pero paralelo a los avances en prevención hay una tendencia a la simplificación excesiva;
ha habido, en años recientes, una precipitación a implantar programas demasiado simplistas,
el caso de la circuncisión, como una gran panacea de la prevención. Esta práctica puede resultar
exitosa en algunas circunstancias y lugares, pero de ahí a concluir que la circuncisión puede prevenir
la epidemia a un nivel mundial, es sólo una inmensa acrobacia de la fe. Esto es sintomático
de lo que yo llamaría una bio-medicalización de la prevención.
Esto incluye otros enfoques bio-médicos como la prueba del sida, que naturalmente son en sí correctos,
pero de ningún modo representan la bala mágica que acabará con la epidemia. Pienso que sería
un gran error verlo de esta manera. Nunca ha habido una solución mágica, e incluso si dispusiéramos
de una vacuna efectiva, una vacuna preventiva que pudiéramos hacer circular por todo el mundo, las
barreras políticas, sociales y culturales que se han levantado para impedir justamente eso, siguen
siendo enormes. Creo que debemos por ello seguir
luchando para convencer a las autoridades responsables
de administrar las respuestas a la epidemia,
de que el sida es una epidemia complicada y que
esa complejidad debe entenderse y asumirse, en
lugar de simplemente ignorarla.
¿Precisamente, qué cambios observa en el
discurso conservador relacionado con la
epidemia en los últimos años?
Durante la administración Bush, la influencia
global de Estados Unidos ha sido increíblemente
contradictoria. Por un lado, el gobierno de Bush
merece un comentario positivo por su apoyo al
aumento de los recursos destinados a proyectos
de colaboración mundial para el incremento del acceso a
los tratamientos, pero la tragedia es que ese mismo legado positivo ha estado ligado al conservadurismo
moral de un modo contraproducente y muy poco científico, en lo que se refiere a las
políticas de prevención. Un énfasis en la abstinencia, en la reducción de parejas sexuales, en el
impulso a la monogamia, enfoques todos que a lo largo de veinticinco años han demostrado
una total ineficacia. Y dichos enfoques han sido adoptados, en el contexto de la prevención de la
epidemia, como una forma de legitimación moralista.
Por fortuna, fuera de Estados Unidos, y en particular en los países de América Latina, el impacto
de esas políticas se ha visto mitigado por vigorosas políticas nacionales. Es el
caso de Brasil, pero también el de México, que cuenta con un sólido programa
de respuesta al sida. Brasil, por ejemplo, se negó rotundamente
a condenar los derechos de las trabajadoras sexuales, y
por ello Estados Unidos retiró cuarenta millones de dólares
que habían sido destinados a organizaciones no
gubernamentales.
América Latina ha opuesto un contrapeso
considerable a las políticas de Bush, una resistencia
y un liderazgo mayor aún que los de la
propia comunidad europea. Muchos gobiernos
en América Latina, incluso los más conservadores,
han mostrado que el sermoneo moral no
es la mejor respuesta a los retos que presenta
la epidemia, y han promovido, sin mayores restricciones,
la entrega masiva de condones y el
acceso universal a los tratamientos. Este legado
es importante y particularmente sólido, ya que
no proviene de una dádiva oficial, sino de una
larga tradición de activismo social y político en
la defensa de los derechos civiles de las personas
afectadas por la epidemia, y de los programas
que satisfacen sus necesidades.
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