Usted está aquí: jueves 7 de agosto de 2008 Política La vida no vale nada

Octavio Rodríguez Araujo

La vida no vale nada

Cuando Germán Martínez, dirigente del Partido Acción Nacional, propuso la guanajuatización del país como panacea para los mexicanos, no entendí a qué se refería. Luego recordé una vieja canción del guanajuatense José Alfredo Jiménez al leer sobre el incremento del número de secuestros y de asesinatos en el desgobierno de Felipe Calderón y entendí mejor lo que quiso decir el líder panista: la vida no vale nada. La vieja canción dice: “No vale nada la vida/ La vida no vale nada/ Comienza casi llorando/ Y así llorando se acaba/ Por eso es que en este mundo/ La vida no vale nada”. Y así es. Ni pagando rescates a los secuestradores se respeta la vida. Tantos muertos ha habido desde que Calderón le declaró la guerra al crimen organizado que ya no nos detenemos a leer la noticia. Sabemos que son muchos y sólo nos brinca el dato cuando los muertos son gente conocida o hijos de quienes figuran en las revistas de negocios o de celebridades.

En el caso del niño Martí sus secuestradores y asesinos fueron, según las evidencias encontradas hasta ahora, policías con cómplices civiles. No se conformaron con matar al chofer y al guardaespaldas (todavía vivo), también a la víctima de sus ambiciones. Como éste, se han llevado a cabo otros muchos secuestros y asesinatos, en su mayoría investigados deficientemente o, de plano, no investigados, sobre todo si se trata de víctimas no relacionadas con los ámbitos del dinero o de la fama pública.

En unos casos se trata de presuntos narcotraficantes cobrando venganza sobre los policías que, junto con soldados, los persiguen. En otros, de policías y soldados que en acciones contra supuestos narcotraficantes matan a quienes andaban por ahí o se cruzaron entre los disparos, incluso niños. El secuestro, sin embargo, suele tener una finalidad: cobrar por el rescate, es decir, dinero. Pocas veces se han tratado de venganzas personales, aunque también se han dado casos.

La Jornada editorializó el martes pasado sobre la criminalidad en aumento en el país. Y, a propósito de los reclamos por sanciones mayores, incluida la pena de muerte, se dijo que “para evitar que se cometan delitos no es tan importante la severidad de la sanción como la certeza de que no habrá impunidad; esto, por desgracia, es lo que ha faltado en el país”.

Coincido. Aquí está una de las claves del problema. De nada sirve la pena de muerte en un país donde todos los días millones de ciudadanos y hasta menores “se la rifan” para sobrevivir. Lo que inhibe el delito, para quien delinquir no es un problema de conciencia, es la posibilidad de que te atrapen, te juzguen con objetividad y te sancionen. De otra manera, es un volado. La posibilidad de impunidad es la apuesta y ésta se arriesga por la perspectiva de ganancias. Dinero es lo que está al final del caótico hilo de la madeja, salvo los pocos casos de sicópatas que matan o secuestran por el gusto de hacerlo.

Cuando una persona se traga condones con droga arriesgando su vida en caso de que uno de esos recipientes se destruya y su contenido lo mate, lo hace porque está apostando a no ser sorprendido y porque alguien le ofreció dinero por transportar droga en su estómago. No debería extrañarnos. Otros arriesgan igualmente su vida por defender su cartera, su reloj o su casa. Dinero, dinero al fin.

Y tanto ambicionan dinero los millonarios que quieren rebasar su fortuna de un millón de dólares o de 50 mil millones de dólares, como un policía que, sabiendo que tiene el poder de su credencial, aspira a asegurar su futuro con algo más que una pensión de pobre. Igual piensa el muchacho de una pandilla de barrio que no consiguió trabajo o un campesino que sabe que recibirá mayores ingresos sembrando mariguana en lugar de maíz. Las motivaciones son muchas, casi tantas como personas distintas habitan un país, y el dinero es una, quizá la principal. El problema es muy complejo, pero no sólo policiaco.

En otros países, sobre todo desarrollados, hay pocos secuestros o asesinatos y sus policías no tienen peculiaridades especiales, salvo una que en México es absolutamente excepcional: no son corruptos. ¿Por qué en los países escandinavos los asesinatos en general responden a razones sicológicas (como el famoso caso del estudiante admirador de Hitler que mató a ocho personas en Finlandia el 7 de noviembre del año pasado) o producto de efectos etílicos o de drogas y no por dinero? Porque la pobreza de allá no tiene nada que ver con la nuestra. La vida tiene otro valor; en México muy poco, y muchos piensan, convencidos, que el que no arriesga no gana. Se arriesgan, ¿qué tienen que perder?

Depurar la policía, dijo Calderón. No es suficiente: habrá que capacitarla, darle más educación y mejores salarios. La lanzan a combatir el narcotráfico y varios mueren en acción. Hay miedo, me lo han dicho. ¿Y qué les dan a cambio? Una palmada en la espalda. Cuando pueden, y sobre todo conociendo el medio criminal, no faltan los que resuelven convertirse en delincuentes. Quizá piensan que será dinero fácil (y lo es en cierta medida) a cambio de arriesgar su vida. ¿Y qué? Todos los días la arriesgan; “siquiera que sea por algo” –han de especular. Y así participan en robos, en secuestros “exprés”, en secuestros más ambiciosos como el del niño Martí.

El hecho es que nadie está seguro porque miles de casos quedan impunes (más por corrupción que por ineficiencia) y, para colmo, el ciudadano común está entre la pared de los delincuentes “civiles” y la espada de los criminales con placas policiacas. No hay para dónde hacerse y salir a la calle es un riesgo. ¿La guanajuatización del país? Algo hay de eso, aunque la intención del líder panista haya sido otra en su propuesta. Cuando salimos a la calle siempre pensamos que tal vez corramos con suerte y, en el menos peor de los casos, sólo nos quiten el reloj, la cartera o el automóvil. Tal vez nos acostumbremos a pensar que la vida, ciertamente, no vale nada. Espero que no.

 
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