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Cuando faltan Alimentos en la Mesa Global Crisis ambiental, energética, financiera y alimentaria. Cuatro flagelos que anuncian, no el fin del mundo, sí el agotamiento de un modelo civilizatorio. Y los cuatro jinetes galopan a la par, de modo que la carestía universal se alimenta de cambio climático, petróleo escaso y especulación bursátil. La debacle alimentaria propicia la especulación, pero es estructural pues remite al exhausto paradigma técnico económico. En 1968 William Gaud, de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID) llamó a las mudanzas agropecuarias en curso “no una violenta revolución roja” sino una “revolución verde”, y el nombre quedó. Pero, recientemente, Maumohan Singh, primer ministro de la India, dijo que la revolución verde había terminado. Y es que los rendimientos de los granos básicos, que a principios de los 60s crecían en promedio diez por ciento anual, entre 1990 y 2007 decrecieron a una media anual de uno por ciento. Es cierto que, pese al estancamiento productivo, las cosechas siguen aumentando, pero menos que la población, mientras que, arrastrada por los requerimientos de la ganadería y los agrocombustibles, su demanda crece más que la demografía. Así, por primera vez en casi 40 años, la humanidad consume más potenciales alimentos de los que cosecha; los inventarios de cereales y oleaginosas se reducen; las trasnacionales especulan con el hambre, y los precios de la comida se disparan, no sólo los granos, también frutas y legumbres frescas y alimentos procesados, pues el encarecimiento del petróleo eleva todos los costos. Aún hay comida suficiente. Bien distribuida, alcanzaría para alimentar a todos de forma adecuada; sin embargo, con el tipo de consumo actual la escasez es un hecho. Otra agricultura es necesaria; otra agricultura es posible. Pero la nueva revolución verde no puede ser más de lo mismo. El viejo modelo de irrigación, mecanización, mejoramiento de semillas, fertilización y control de plagas no sólo se agotó, también mostró su consustancial irracionalidad como paradigma único. Suya es la responsabilidad mayor por la debacle campesina, pero también por la degradación de los suelos que se extiende sobre 30 por ciento de la superficie terrestre y que junto con la deforestación contribuye con 20 por ciento al calentamiento global. Tom Lumpkin, del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo (Cimmyt), dice que la solución está en los transgénicos (Economist Intelligence Unit. Urge otra revolución verde, La Jornada 17/6/08). Opinión compartida por trasnacionales, empresarios y funcionarios públicos, pero muy polémica. Cuestionables cuando menos porque erosionan el germoplasma silvestre o domesticado (en tiempos en que el cambio climático hace más valiosa la capacidad adaptativa de la diversidad de especies y variedades), las semillas genéticamente modificadas no son el demonio pero tampoco la solución, pues profundizan la tendencia al monocultivo, a la destrucción de los ecosistemas naturales y al establecimiento de la vertiginosa agricultura extractiva que place al agronegocio asociado a las corporaciones agrotecnológicas y graneleras. Hace falta producir más y hacerlo mejor. Lo que pasa por el empleo de tecnologías múltiples y flexibles adecuadas a la diversidad de los ecosistemas, por el manejo agro-silvo-pastoril, por el policultivo y, en general, por el empleo diversificado y sostenible de los recursos humanos y naturales. Polifonía que de antiguo han practicado los campesinos y que pueden reforzar los saberes de la ciencia formal. También en México la carestía tiene raíces estructurales. Según el INEGI, la agricultura, que entre 2003 y 2004 había crecido e términos reales 7.2 por ciento, el año pasado se estancó al incrementarse en sólo 0.1 por ciento, y este año decrecerá 1.3 por ciento (Reporte Económico, La Jornada, 16/6/08). Por su parte, el informe del Banco Mundial del 30 de mayo (La Jornada, 4/6/08), pronostica para el año en curso un déficit alimentario de casi 5 mil millones de dólares, 251 por ciento más que el de 2006, antes del alza generalizada. La dependencia es básicamente cerealera: en maíz hay un déficit neto de 2 mil millones de dólares, de mil 344 millones en trigo y de 306 millones en arroz. No debe de extrañarnos, entonces, que de 2007 a la fecha los precios de los alimentos hayan crecido 70 por ciento. Pese a que se destina a importar comida el equivalente a 25 ciento del presupuesto para el campo, las Acciones en Apoyo a la Economía Familiar, anunciadas por Calderón el 24 de mayo pasado, valen lo que un corcho en el naufragio del Titanic. Ya se le cuestionó la pretensión de enfrentar un problema de dependencia alimentaria facilitando importaciones, a lo que se añade el nulo efecto de suprimir aranceles cuando casi todo lo traemos de Estados Unidos, con el cual tenemos un tratado de libre comercio. Más incongruente aún es el anuncio de que se incrementará 120 pesos el subsidio de Oportunidades. Al parecer ya olvidaron que en el lanzamiento de la estrategia de desarrollo social Vive Mejor, se proclamó con fanfarrias que, ahora sí, el combate a la pobreza se vincularía con el fomento a la producción. Pero, en cuanto se presenta una emergencia, a los campesinos pobres se les da algo de dinero adicional, no para que produzcan comida sino para que la compren. Que el programa emergente es sólo mercadotecnia, se confirmó el 18 de junio cuando el presidente Calderón, en plan de Julio Regalado, anunció un ofertón de primavera, consistente en mantener hasta diciembre el precio de casi 150 productos, muchos de ellos alimentos chatarra y casi todos previamente reetiquetados. No se puede jugar con el hambre. Hace falta un “debate nacional sobre soberanía y crisis alimentaria”, que avance hacia la definición de “una política pública de largo plazo”, como lo demandaron el 29 de mayo pasado 14 organizaciones y coordinadoras, entre ellas la Confederación Nacional Campesina (CNC), la Campaña Sin Maíz no hay País y el Consejo Nacional de Organizaciones Rurales y Pesqueras (Conorp); pero también la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), el Frente Sindical Mexicano (FSM), la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), el Sindicato Minero, el Diálogo Nacional. Urge aprobar la Ley de Planeación para la Soberanía Alimentaria y Nutricional (LPSSAN), cuya minuta avalada por todas las fracciones parlamentarias de San Lázaro, se encuentra en el Senado. Y es que la Ley es un verdadero programa de transformación. Consecuente con el severo diagnóstico de su exposición de motivos: “la nación no cuenta con soberanía y seguridad alimentaria y nutricional” y sí, al contrario, padece creciente déficit comercial agropecuario, progresiva importación de básicos, pérdida de rentabilidad y de empleos, incontenible migración, pobreza generalizada, desnutrición y mala nutrición, destrucción del medio ambiente, desmantelamiento del Estado..., el artículo 9 de la Ley ordena: “el Ejecutivo federal deberá conducir la planeación como un proceso cuyo objetivo sustantivo es modificar la realidad nacional actual, para lograr y mantener la soberanía y seguridad agroalimentaria, con base en una política de Estado”. Con este fin mandata la creación de un sistema nacional de planeación para la soberanía y seguridad agroalimentaria y nutricional, con estrategias de largo, mediano y corto plazos (artículos 15 al 29); un sistema de apoyos, incentivos e inversiones estratégicas que debe constituir una “red de seguridad para los productores” y una “red de seguridad (...) para la población que contribuya a garantizar el derecho (...) a la alimentación”, para esto la Ley prorroga del 2007 al 2018 la operación del Procampo y del programa Ingreso Objetivo, instruye para el primero la actualización anual de las cuotas por hectárea con criterios progresivos (incrementos mayores a los predios de menor extensión), además de crear programas específicos orientados a ordenar los mercados, detonar las inversiones y garantizar el derecho a la alimentación (artículos 30 al 94). La Ley define soberanía agroalimentaria y nutricional como “libre determinación de la Nación para establecer políticas de Estado (...) que garanticen el abasto y el acceso de alimentos a toda la población, fundamentalmente con producción nacional”; y seguridad como “abasto oportuno, suficiente e incluyente de alimentos inocuos y de calidad nutritiva a la población” (artículo 6). Además, establece que la planeación debe considerar el “carácter multifuncional del territorio y las actividades rurales” (artículo 11). Y contra las pretensiones de una Secretaría de Agricultura que busca deshacerse de los pequeños productores, el artículo 92 define un subprograma destinado a fortalecer la seguridad alimentaria de la familia rural, apoyando la producción campesina sustentable y en particular el autoabasto. Por último, la Ley establece que el Consejo Mexicano para el Desarrollo Rural Sustentable deberá “convocar y llevar a cabo, cada tres años, un ejercicio nacional de consulta, evaluación y propuesta, en relación con los instrumentos de esta Ley, con la amplia participación de la sociedad, que se denominará Conferencia Nacional para la Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional” (artículo 21). Aprobar la Ley que impulsó el movimiento campesino y que se pactó en el Acuerdo Nacional para el Campo (ANC) de 2003, sería sólo el principio de un viraje integral. Pero sin duda sería un buen principio. Armando Bartra |