Usted está aquí: jueves 10 de julio de 2008 Cultura Máscaras y visiones encontradas

Olga Harmony

Máscaras y visiones encontradas

Leer Malverde, día de la Santa Cruz de Alejandro Román suscita variadas reflexiones más allá de las virtudes que pueda tener literaria y dramatúrgicamente. Recopilada junto a otros dos textos por la investigadora Rocío Galicia para la Editorial Godot en tomo que lleva por título general el de Ánimas y santones, la obra de Román está compuesta, a decir de la antologadora, como un corrido en el que se da por sentado, de una buena vez, que Jesús Malverde es el santo patrono de los narcotraficantes, sin explicar el tránsito de bandido generoso impugnador de los desmanes cometidos por los poderosos a este estado en que protege y casi beatifica el horrendo negocio del narcotráfico. El dramaturgo explica, de manera somera y no excesivamente original, la presencia de sus tres personajes, Julio, Gavilán y Leonel tanto en la capilla de Malverde como en el tráfico de estupefacientes, pero la presencia del santo popular y la suerte que ha corrido quedan sumergidos en el misterio.

Como muchas otras personas que no son expertas en las leyendas y consejas que el pueblo ha conservado a lo largo y ancho del país, mi primer contacto con Jesús Malverde fue El jinete de la Divina Providencia, el espléndido texto de Óscar Liera estrenado en 1984, bajo la dirección del autor con el recién fundado TATUAS, que pudimos ver en la capital y que se encuentra recogido en sus Obras completas (Gobierno del Estado de Sinaloa, 1998) gracias al acucioso trabajo de Armando Partida, autor del prólogo y de Sergio López. Como todos sabemos, Liera ejemplifica en el bandido generoso (“Yo creo que en esa época todos eran Malverde”, dice el padre José casi al final de la obra) el deseo de todo un pueblo de librarse de la tiranía, con ciertos resabios de lo que Liera contempló en los gobiernos sinaloenses y en parte del clero, sus eternos enemigos y cuyos rasgos aun podrían reconocerse. Y como muchas otras personas, también, aproveché mi primera estancia en Culiacán para acudir a la capilla del santo no canonizado.

Los lugareños contaban con grandes aspavientos el cómo y el porqué de que se erigiera esa capilla. Al parecer el palacio municipal se construiría sobre el túmulo de piedras, supuesta tumba de Malverde, a la que se le aventaba una y se retiraba otra de las piedras según costumbre del lugar que también seguían no pocos forasteros. Entonces, por las noches, se escuchaba el galope del caballo del santo despojado y los vidrios del edificio se estremecían antes de caer rotos. La capilla fue desagravio y sosiego para el ladrón generoso y en ella se podían ver –ignoro si sigue pasando– las ofrendas más extrañas, desde camarones gigantescos de los pescadores hasta la peineta desdentada de una niña, además de fotos y fotos de convivios familiares. Malverde era un santo familiar al que se encomendaban las personas trabajadoras y buenas.

Ahora es protector de narcos. Es posible que muchos de ellos se identifiquen con su patrono, al brindar protección a muchas personas, apadrinar niños, ofrecer las famosas “narcolimosnas” de las que mucho se habla y poco se demuestra. Quizás comparan sus tráficos con los robos de Jesús Malverde que repartía el oro de los ricos entre los más necesitados cuando ayudan para una boda o alguna fiesta de pueblo. La máscara de Jesús Malverde –reproducida hasta el cansancio en los feos yesos que se venden en su santuario– pronto dejará ver rostros manchados por la crueldad y el vicio, porque a los narcotraficantes no los ampara el pueblo, a pesar de los corridos, a pesar de dramas como Yamaha 300 de Cutberto López, que trata de explicarse la conducta de un narco más allá de las ganancias, que nunca lograrán ser la verdadera leyenda excepto en círculos muy cerrados. El teatro, que pinta y reinterpreta la realidad, marca muy bien la diferencia entre uno y otros tiempos, entre uno y otro Malverde, porque en el de Liera la brutalidad y la sevicia se daban siempre entre las clases dominantes y aun la justiciera Adela tiene la razón de su parte, mientras en los narcotraficantes que utilizan la prestada máscara el horror de sus acciones pesa demasiado para volverlos mito.

 
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