Usted está aquí: martes 8 de julio de 2008 Opinión Ingrid o la palabra a salvo

Vilma Fuentes
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Ingrid o la palabra a salvo

Debe haber sido en 1970 cuando, en el desaparecido hospital siquiátrico El Floresta, a la sombra de los árboles centenarios de su parque, creía comprender a sus habitantes porque hablaba con ellos. Cierto, intercambiábamos palabras, a veces frases enteras. A pesar de haber leído Historia de la locura en la época clásica, del filósofo francés Michel Foucault, seguía obstinada en la patética y romántica idea de genio y locura.

Recuerdo una de las pacientes, una cuadragenaria, la piel ajada, la palabra raída, quien me explicaba que estaba internada porque no podía decir los meses al revés: imposible seguir cuando llegaba a septiembre.

Si al principio creí que se trataba de uno de esos tests típicos de la siquiatría para darse una idea, así sea falsa, de las capacidades de una persona, pronto me di cuenta de que en realidad el doctor Calderón trataba de explorar en su memoria y le pedía extraer sus recuerdos intentando hacerla hablar al menos de los años recientes, ésos que llevaba en el Floresta y él conocía.

Pero, no sólo su memoria era una profunda laguna donde se habían ahogado sus recuerdos, sino que la falta de razón la llevaba a intepretaciones ajenas al sentido de las palabras escuchadas y a emitir respuestas insensatas, de paso limitadas por la escasez de su vocabulario: no poseía las palabras para expresar sus recuerdos y menos para pensar lo vivido.

Su caso, como el de otros alienados, empeoraba a la medida de los años de encierro. Las palabras parecían huírles hacia un espacio más libre.

“La locura es la ausencia de obra”, escribió Michel Foucault, entendiendo por “obra” el sistema estructurado del pensamiento y, por tanto, del lenguaje que delimita el mundo de la razón frente a la sinrazón. Evadirse de esta estructura es cruzar las rejas que llevan a la locura, a la pérdida del significado compartible de las palabras y, por tanto, del pensamiento.

Durante más de seis años, Ingrid Betancourt vivió en un universo donde el intercambio verbal era el de la amenaza contra el miedo.

Donde la muerte era una inminencia constante: la de darla para el verdugo, la de recibirla para la víctima.

Las relaciones de amo y esclavo, por canjeables que lleguen a ser, no pueden sino reducir el lenguaje a sus más pobres expresiones.

En un sistema carcelario, así sea tan vasto como la jungla colombiana, la palabra misma es encadenada y arrojada a las mazmorras del olvido.

El vocabulario se empobrece, va escaseando, termina por perderse y el secuestrado se va convirtiendo en el animal sin posesión de la palabra, tal cual es tratado por sus verdugos.

Cierto, Ingrid Betancourt tuvo la suerte de poder hablar con algunos compañeros de secuestro e incluso con uno u otro de los carceleros, pudo también escuchar Radio Caracol, gracias a un transistor que le permitieron los raptores, y así mantenerse al corriente de las noticias en el mundo.

Pero, en ese universo estrecho, el español practicado sin duda era de una pobreza extrema. Por ello, me sorprendió escucharla hablar esta lengua con una gran riqueza de vocabulario y expresar con ligereza ideas de espesor.

Pero me asombró aún más escucharla hablar un francés impecable, la palabra que brota exacta, sin muletillas, con un vocabulario abundante y una precisión notable.

Emitir conceptos altamente sofisticados con sencillez, describir y analizar con exactitud pensamientos que exigen un dominio de la lengua, de una lengua francesa que no pudo practicar durante los largos años de secuestro.

¿El secreto? Un pesado diccionario que cargó durante todos esos años. Objeto insustituible e indispensable para sobrevivir como ser humano poseedor de la palabra.

Por instinto de conservación, por lucidez, o por ambas causas, Betancourt supo elegir el libro que se llevaría a una isla desierta: un diccionario.

Por ello no me sorprende su deseo de escribir una pieza de teatro, palabra y gesto, voz y silencio, para narrar un secuestro en la jungla. Un rapto odioso que la liberó del odio.

 
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