La otra noche, en una fiesta de beneficencia, vi a Andrea
Dworkin, la activista anti-porno que en los años ochenta
se volvió famosa por señalar sin rodeos que las oleadas
de pornografía conducirían a los hombres a ver a las mujeres
reales como algo sexualmente degradado. Si no limitamos la
pornografía —argumentaba antes de que el Internet hiciera de
esa perspectiva una mera imposibilidad técnica—, la mayoría
de los hombres acabarán reduciendo a la mujer a la calidad
de objetos, como antes lo habían hecho con las estrellas del
porno; y la tratarán de igual modo. En una suerte de teoría de
dominó, también predijo que lo siguiente sería la violación
y otros tipos de calamidades sexuales. La amazona feminista
parecía amable, casi frágil. En realidad, el mundo sobre el que
nos advertía con tanta pasión, a la manera de una Casandra, en
realidad ya estaba aquí: el porno es ahora, según David Amsen,
el “papel tapiz” de nuestras vidas. ¿Tenía ella razón?
Tenía razón acerca de la advertencia, no la tenía en cuanto
al resultado. Como lo había previsto, la pornografía zanjó la
brecha que separaba a una búsqueda marginal, adulta, privada,
de lo que era el foro de las mayorías. El mundo entero, posterior
al Internet, se pornografizó. A los hombres y mujeres jóvenes en
realidad se les enseña, como un entrenamiento pornográfico,
lo que es el sexo y qué aspecto tiene, cuáles son sus etiquetas
y expectativas, y esto tiene un efecto enorme en cómo están
hoy interactuando.
Pero el efecto no ha transformado a los hombres en bestias
delirantes. Todo lo contrario: a la embestida del porno se le
debe la disminución de la libido masculina en relación con las
mujeres reales, y el que los hombres vean a un número cada
vez menor de mujeres como “dignas del porno”. Lejos de tener
que resistir el asalto de hombres embriagados de porno, a las
jóvenes les preocupa que como seres de carne y hueso apenas
puedan llamar la atención, no digamos ya mantenerla.
Competir con la pantalla
¿Qué dicen hoy al respecto las jóvenes universitarias?
Que no pueden competir y que están
conscientes de ello. ¿Cómo podría competir una
mujer real —con poros y senos propios, incluso
con necesidades sexuales propias (y palabras
que van más allá del “¡Dame más, más, semental!”)—,
contra una cibervisión de lo perfecto,
descargable y extinguible, según el deseo del usuario, y que
llega, por decirlo así, sometida por completo y diseñada para
satisfacer la menor especificación del consumidor?
En buena parte de la historia de la humanidad, las imágenes
eróticas han sido reflejo, celebraciones o sustitutos de las mujeres
desnudas reales. Por primera vez en esta historia, el poder
y fascinación de las imágenes ha suplantado al de las mujeres
desnudas reales. Estas ya sólo son mala pornografía.
Durante dos décadas he observado cómo las jóvenes experimentan
la continua humillación de ver cómo la pornografía
—y ahora la de Internet— rebaja el sentido y la realidad de su
propia valía sexual. Cuando en los años setenta alcancé la primera
madurez, todavía era agradable poder ofrecer a un joven
la presencia real y la entrega de una mujer desnuda. Había más
jóvenes deseosos de estar con mujeres desnudas que mujeres
desnudas en el mercado. Si no tenías nada que fuese motivo
real de alarma, podías obtener una respuesta entusiasta con sólo
presentarte. Tu novio había visto tal vez alguna revista Playboy,
pero, vamos, con todo y eso podías avanzar: eras cálida, eras real.
Hace treinta años, al simple acto sexual se le consideraba como
algo erótico: el coito torpe y aplicado, en posición de misionero,
parecía todavía algo verdaderamente excitante.
Pues bien, hoy tengo 40 años y mi generación femenina fue
la última en experimentar esa sensación de confianza y certeza
sexual en lo que teníamos que ofrecer. Nuestras hermanas más
jóvenes tuvieron que competir con el porno de los años ochenta
y noventa, cuando el acto sexual no era lo suficientemente excitante.
Ahora tienes que ofrecer —o sugerir seductoramente— la
escena lésbica o el número del chorro de semen en la cara. Ya
no basta con estar desnuda; tienes que parecer aceitada, tener
bronceado sin mostrar líneas divisorias, tener los senos quirúrgicamente
realzados y bikini carioca. (En mi gimnasio, las mujeres de
cuarenta años tienen vello púbico de adultas; las veinteañeras se
lo han depilado y estilizado.) La pornografía es adictiva, y el punto
de partida queda siempre muy por detrás. Para el nuevo milenio,
una vagina —que por lo demás solía tener un alto “valor de
cambio”, como decían los economistas marxistas—, ya no es suficiente;
apenas tiene patente en la escala de las emociones. Todo
el porno comercial —y sobre todo el de Internet— ha hecho un
uso rutinario de cuanto orificio femenino encuentra al alcance.
La socialización del porno
El circuito porno es de rigor y ya no es posible quedarse fuera;
las starlets en los tabloides se jactan de haber aprendido
todo de las profesionales; las “chicas alivianadas” van con los
chicos a los table dance e incluso piden que a ellas también
les bailen; se espera de las jóvenes universitarias que en las
fiestas confundan divertidas a los chicos con besos lésbicos a
lo Britney y a lo Madonna.
Las jóvenes universitarias que hablan sobre el efecto de la
pornografía en sus vidas privadas, mencionan la sensación de
que jamás podrán estar a la altura, de que nunca podrán pedir
lo que quieren; y que si no ofrecen lo que el porno despliega,
no podrán aspirar a retener a un hombre. Los jóvenes, por su
parte, hablan acerca de lo que significa crecer aprendiendo
sobre el sexo a través del porno, y de cómo esto no les ayuda
a ingeniárselas para estar a lado de una mujer real. Las más de
las veces, cuando pregunto acerca de la soledad, un silencio
profundo y triste cae sobre un público joven
de hombres y mujeres. Saben que juntos
están solos, aun estando en pareja, y que toda
esta imaginería es parte importante de esa
soledad. Lo que no saben es cómo liberarse y
volverse a encontrar eróticamente uno a otro,
cara a cara.
Toda una generación masculina parece hoy con menos capacidad para conectar eroticamente con las mujeres, y al final se ha vuelto menos libidinosa |
Dworkin tenía razón al decir que la pornografía
es compulsiva, pero se equivocaba al pensar
que volvería a los hombres más rapaces. Toda una generación
masculina parece hoy con menos capacidad para conectar eróticamente
con las mujeres, y al final se ha vuelto menos libidinosa.
Porno diluye a eros
La razón para alejarse del porno podría volverse, para la gente
más consciente, no una razón moral, sino, de algún modo, una
razón física y de salud emocional; tal vez se llegue a considerar
el continuo acceso al porno algo similar a cuando uno desea
ser atleta y medita sobre las razones para dejar de fumar. La
evidencia está a la vista: un suministro mayor de estimulantes
equivale a una disminución en la capacidad.
Después de todo, la pornografía opera de modo más elemental
en el cerebro: es pavloviana. Un orgasmo es uno de los
refuerzos imaginables más potentes. Si asocia usted el orgasmo
con su pareja, con un beso, un aroma o un cuerpo, eso es lo
que con el tiempo acabará por excitarlo; si por el contrario dispersa
su atención en una corriente interminable de imágenes
cada día más transgresoras de esclavas del cibersexo, eso es lo
que necesitará para poder excitarse. La ubicuidad de las imágenes
sexuales no libera al eros, simplemente lo diluye.
Otras culturas saben de todo esto. No estoy propugnando un retorno a los días del ocultamiento de la sexualidad
femenina, pero sí señalo que el poder y la carga del sexo se
mantienen ahí donde persiste algo de sacralidad en la materia,
donde el sexo no se encuentra disponible todo el tiempo.
En culturas más tradicionales, no es el pudor lo que hace que
los hombres pierdan interés en mirar pornografía. Se trata más
bien de culturas que entienden la sexualidad masculina y lo
que se requiere para mantener a hombres y mujeres interesados
mutuamente por largo tiempo y ayudar en especial a los
hombres, como dice el Antiguo Testamento, a que “disfruten
con la mujer de su juventud y dejen que sus pechos les satisfagan
todo el tiempo”.
Nunca olvidaré la visita que hice a Ilana, una amiga que
se había vuelto judía ortodoxa en Jerusalén. Cuando la vi de
nuevo, había cambiado su mezclilla y sus camisetas por faldas
largas y una mascada para la cabeza. No daba yo crédito. Ilana
tiene un talle fino, un cabello rubio de ondulado salvaje. “¿Por lo
menos puedo ver tu pelo?”, le pregunté tratando de reconocer
a mi amiga. “No”, objetó tranquilamente, y añadió con tranquila
seguridad sexual: “Sólo mi marido llega a verlo”. Nuestros maridos
ven mujeres desnudas todo el tiempo —en Times Square o
en la red. El esposo de Ilana jamás llega a ver siquiera el cabello
de otra mujer. Debe sentirse, pensé, muy excitada.
Compárese esa atmósfera embriagadora con una conversación
que tuve en la Universidad de Northwestern, luego
de hablar sobre el efecto del porno en las relaciones. “¿Por
qué tener sexo de inmediato?”, discutía un joven con pelo
enmarañado y ojos de Bambi. “Las cosas son siempre un poco
tensas e incómodas cuando empiezas a ver a alguien”. Y concluía,
“Yo prefiero tener sexo cuanto antes sólo para cumplir
con eso. De cualquier modo sabes que lo vas a tener, y te
va a liberar la tensión”. Entonces le pregunté: “¿No hay algo
agradable en esa tensión? ¿Si la eliminas no acabas también
con el misterio? Me lanzó una mirada en blanco: “¿Misterio?”.
Y luego, sin vacilar, contestó: “No sé de que me está hablando.
El sexo no tiene misterio”.
* Título original: “The Myth of Porn”. Tomado de New York Magazine, 20 de octubre de 2003. Traducción: Carlos Bonfil. |