Retratos de época
Me gustan los retratos del Renacimiento. A ellos se dedica una exposición en el Prado, en Madrid: “La pintura –decía Leon Battista Alberti– contiene una fuerza divina que no sólo hace a los ausentes presentes, como se dice de la amistad, sino que también hace que los muertos parezcan vivos. Aun al cabo de muchos siglos se les reconoce con gran placer y admiración hacia el pintor (…) De ese modo, el rostro de un hombre que ya murió goza de larga vida gracias a la pintura”.
Basta recorrer las salas del museo para comprobarlo; en las medallas el retratado aparece casi siempre de perfil, a la romana; destaca Pisanello, cuya pericia con el bronce influye en cualquiera de sus diseños: Margherita Gonzaga de perfil, rostro alargado con desmesura, debido al peinado que rasura su frente hasta donde comienza el tocado; su atavío suntuoso y con profusión de flores en el fondo, no logra disimular la dureza de sus rasgos burilados, como si en lugar de pintar un cuadro se hubiera tallado una medalla. Sandro Boticceli pinta jóvenes que muestran una, como ofreciendósela al espectador; también Hans Memling pinta a Bernardo Bemba con una medalla en la mano que representa a Nerón.
Y Piero della Francesca pinta, vestido y tocado de rojo, al duque Federico de Montefeltro, cuya nariz abrupta, como cortada a machetazos, forma un promontorio, hace juego con el paisaje y pone de relieve sus sagaces ojos. Siguiendo esa tradición medallística estarían también el retrato de Sigismundo Pandolfo Malatesta del propio Piero, el de Erasmo de Rotterdam por Hans Holbein el Joven y los bellísimos perfiles de damas como el de Giovanna Tornabuoni del Ghirlandaio, quien también pintara el célebre perfil de un viejo con su nieto: su nariz, una informe masa granulosa.
Los flamencos destacan, entre ellos, Jan Van Eyck con numerosos ejemplos y en especial el conocido retrato del matrimonio Arnolfini, comerciantes florentinos, de quien tanto se ocupara Aby Warburg, el gran teórico alemán de la segunda mitad del siglo XIX, creador de la Biblioteca de Arte y Cultura de Hamburgo, del cual procede el actual Instituto Warburg de Londres, exiliado, como sus seguidores –Erwin Panofski– por el nazismo.
Me interrumpo, podría seguir durante semanas describiendo estas maravillas; salgo, tomo un taxi que sube por la Castellana y, al llegar a la lateral –es el 11 de junio por la tarde–, el chofer exclama: “¡Mire, el presidente de México con un carro como los que usaba Eliot Ness!” En efecto, es un coche acharolado, negro, con una bandera mexicana: la Suave Patria entregando “los veneros del petróleo (a)l diablo”.
Al día siguiente, cerca de la Residencia de estudiantes donde me alojo, situada al lado de la embajada mexicana, coches blindados, policías de todas las nacionalidades y colores, edecanes, silbatos, guaruras, obstaculizan el tránsito. ¿La visita de un hombre de Estado? En los periódicos españoles, el presidente Calderón aparece sólo en las páginas interiores.
En la entrevista que Javier Moreno le hace en El País, Calderón afirma: “Yo no me considero de derechas”; el periodista achaca “el escaso respeto a los derechos humanos en México a la herencia de 71 años de dictadura encubierta del PRI”. Y saca esta conclusión: “A ningún observador atento le resulta extraño que los protagonistas de las páginas más recientes y más escandalosas de esa historia particular de la infamia resulten ser gobernadores del antiguo partido oficial”: Suave Patria, el PAN ha de salvarte. En España, el presidente considera ganada la batalla sobre la reforma energética, mientras que en México el debate sigue, presidido en el Congreso por Francisco Labastida, quien financió su campaña con la ayuda generosa de Romero Dechamps y el sindicato de Pemex.
En este clima de medias verdades y de diálogo de sordos sigo paseando, visitando museos: para finalizar, una exposición de arqueología egipcia muestra piezas pequeñas o gigantescas, recobradas en el fondo del mar.