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Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no logró alcanzar nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendoza Gurrionero (“de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendoza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítez (“Mi padre, apenas,/ en la mañana pajarina, pone/ sus setentiocho años, sus setentiocho/ ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítez. Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los incas. ¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora –con la aparición de sus Cantares gallegos – del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original –a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses– ¿puede no ser vinculante, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente. ¿De dónde sale sino la “Dulce hebrea” de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide “Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!”; de dónde la amada que se ha “crucificado sobre los dos maderos curvados de mi beso”? ¿O, incluso, “un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico Trilce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante –y logrado– que haya producido la Guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América (“¡Niños del mundo, está la madre España con su vientre a cuestas!”) Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo, destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: “Me voy a España.” Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también –al mismo tiempo– en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte.”
¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, si no un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase –magistral–de economía política: “La cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre.”) Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura. Sin olvidar tampoco algo esencial. ¿Me será permitido insistir, todavía, después de tantos años, con modesta firmeza, que no puedo dejar de percibir a César Vallejo como el más grande poeta de la lengua castellana, y hasta quizás no sólo en el siglo XX?
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