Adquisiciones militares: ocaso imperial
Al finalizar la guerra fría se pronosticaron fuertes reducciones en el gasto militar mundial. El “bono militar” liberaría recursos suficientes para abatir dramáticamente la pobreza y el hambre en el mundo. Eso fue allá por 1988. Pero algo salió mal. Hoy el gasto militar global (1.4 billones de dólares) supera los niveles de hace 20 años.
Este dispendio se encuentra fuertemente concentrado: sólo 15 países son responsables de 83 por ciento del gasto militar global y uno, Estados Unidos, concentra 46 por ciento del gasto militar total. Los aumentos otorgados al Pentágono explican 80 por ciento del incremento en el gasto militar global.
Este año el presupuesto del Departamento de Defensa asciende a 481 mil millones de dólares, pero no incluye el costo directo de las guerras en Afganistán e Irak (otros 120 mil mdd). Además, el componente relacionado con armamento nuclear cae bajo el presupuesto del Departamento de Energía: otros 25 mil mdd. Y a eso habría que sumar el gasto en veteranos y pensiones, etcétera.
El impacto macroeconómico es fuerte. El déficit fiscal federal superará los 410 mil mdd este año, y en el contexto de una recesión y amenazas de crisis financiera, los ingresos fiscales seguramente no serán lo que se esperaba. El gasto militar imperial se yergue como una grave amenaza para la economía estadunidense.
En marzo la Oficina de Auditoría del Congreso de Estados Unidos (GAO, por sus siglas en inglés) publicó su informe sobre Adquisiciones militares (www.gao.gov/new.items). El análisis cubrió los 72 sistemas de armamentos más importantes y encontró costos adicionales por 300 mil mdd, un incremento de 26 por ciento frente al presupuesto inicial. Estos aumentos se contabilizan varios años después, lo que permite subestimar poderosamente el gasto militar en cada año fiscal.
Una lección de todo esto es que el Congreso ha sido incapaz de controlar el desenfreno del Pentágono. Es más, el propio Legislativo ha sido cómplice de ese dispendio. La delicadeza con la que sus comités, para supervisar el gasto militar, tratan a los funcionarios del Pentágono, no es más que la otra cara del reparto de jugosos contratos por distritos electorales.
Segundo, muchos de los sistemas de armamentos descansan en tecnologías inmaduras. El síndrome de costos que rebasan el presupuesto original es clásico de plataformas bélicas que usan tecnologías que todavía están en la fase inicial de desarrollo. En los sistemas de armamentos analizados por la GAO, el gasto en investigación y desarrollo experimental fue superior en 40 por ciento a las estimaciones presupuestales originales.
El mejor ejemplo es el sistema de defensa antimisiles y, en especial, el ABL, un sistema de láser montado en un avión Boeing 747 modificado. Ninguna de las tecnologías que integran este sistema ha sido desarrollada, pero ya la Agencia de Defensa Antimisiles tiene todos los planos y diseños para el prototipo. El ABL llevará un poderoso láser capaz de perforar los tanques de combustible de un misil durante la fase de despegue, pero para lograrlo debe contar con la última palabra en sistemas de rastreo y telemetría, compensación atmosférica y un sistema ultrapreciso de anulación de las vibraciones por turbulencia. Por si fuera poco, el avión con su láser tendrá que acercarse al blanco durante los segundos cruciales en que el misil despega y es vulnerable a un ataque. Supongo que a ningún enemigo potencial de Estados Unidos le molestará tener varios 747 rondando sus bases de misiles todo el tiempo.
En 2009 el gasto militar de Estados Unidos superará al de los siguientes 45 naciones. Será seis veces mayor al de China (segundo país en gasto militar), 10 veces más que Rusia (tercer lugar) y ¡100 veces más que Irán! La Casa Blanca sostiene que como porcentaje del PIB, el gasto militar es menos de 4 por ciento. Pero ése es un argumento falaz: con sus déficit gemelos, en plena crisis financiera y una recesión, ¿podrá soportar la economía estadunidense ese castigo?
Quizás soñar con tecnologías que pertenecen al mundo de la ciencia-ficción es parte del síndrome de ocaso imperial estudiado por Paul Kennedy en su monumental Auge y caída de las grandes potencias. En la fase de declinación, cuando los candidatos a la sucesión han aparecido en escena, el imperio se siente vulnerable. En su ansiedad, aumenta la bravuconería y estira sus fuerzas más allá de sus recursos. Al rebasar los límites, se acelera la debacle.