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Moquetes
Ni modo: reconozco contradictorio que este escribidor se queja de la violencia contra los animales en el toreo o las charrerías, pero encuentra emocionante el combate como deportiva variante, ligeramente sutil, de la brutalidad guerrera entre los hombres. O para decirlo llano: me gustan los deportes de contacto. Hace muchos, muchísimos kilos y años llegué a practicarlos. Encuentro que tienen, puesto aparte el salvajismo de una agresión, un interesantísimo componente de dominio de la voluntad, pero sobre todo, de cabeza fría, de gobierno del miedo, porque quién, diga usted, que se va a fajar a trompadas con otro no siente miedo. Sublimar ese miedo y aún a pesar de la adrenalina, de la fugacidad, la velocidad apabullante del otro, desplegar una estrategia de lucha me parece fascinante. Me gusta el box, que yo nunca practiqué pero mi padre sí. Con él, ver de pequeño la tele cuando peleaban Mano de piedra Durán, Marvin Hagler, La cobra de Detroit Hearns, el pausado pero demoledor George Foreman, Joe Frazier, desde luego Muhammad Alí, que siempre me pareció mejor como Cassius Clay, y corear con orgullo a los grandes imbatibles mexicanos hasta que sus muy particulares, inverosímiles historias los tragaron crudos, Sal Sánchez, Julio César Chávez, el Doctor Púas Olivares, el Mantequilla Nápoles, a quien muchos años después veía yo deambular, barrigón, fofo, por la avenida Chapultepec allá en Guadalajara; en fin. Sin saber gran cosa en realidad del deporte, es de los únicos que siempre me ha gustado ver en la tele. Todos tenemos oscuras perversiones. Para la noción de los moquetes como expresión de primitivismo, me quedo con las líneas del Tata Cortázar, entusiasta del boxeo, cuando escribió: “¡Áperca!, ¡dale áperca!”
Ahora hay más opciones de combate en la televisión. Está, por ejemplo, el circuito creado en Estados Unidos de la UFC, ( Ultimate Fighting Championship, o Campeonato de Pelea Extrema), que propone un octágono a manera de ring y técnicas de lucha mixta, en que prácticamente se vale todo y cada round es, por decir lo menos, devastador para los oponentes. La ufc ha ido ganando adeptos en los últimos años y ha tenido grandes exponentes estadunidenses, claro, porque allá, en Estados Unidos es donde se lo impulsa como deporte-espectáculo tal que al boxeo, pero hay excelentes luchadores de otros países y regiones del mundo, como Ucrania, Japón o Brasil.
Mientras la ufc se construye a sí misma a partir de su impacto mediático y comercial, otras disciplinas de combate, de suyo rigurosas, como el karate o el boxeo tailandés se han ido sumando a la industria del entretenimiento en la televisión, y se pueden ver producciones lo mismo francesas que mexicanas, o españolas de combates ortodoxos o de artes marciales mixtas. A veces, junto a estos luchadores que golpean apenas con guanteletas, que no guantes de diez onzas, y usan, además de la piedra de los puños, las piernas, los codos, la cadera, los hombros, las rodillas que, por cierto, ya alguna vez tuve oportunidad de probar y terminar besando la lona, los boxeadores tradicionales se antojan demasiado cautelosos.
En canales de paga se transmiten programas de combate, de box, de karate. Recién acabo de ver cómo en Tijuana se desmoronó el mito de la lucha libre mexicana, esa espléndida mezcla de gimnasia acrobática y actuación circense que desde luego no está exenta de riesgos de oficio, pero que a la hora de contraponerla al combate en serio no aguanta ni un solo round. Así lo pudo comprobar un enmascarado que se enfrentó al famoso Edwin el Tigre Aguilar, campeón y maestro de Artes Marciales Mixtas. En menos de treinta segundos lo puso fuera de combate. Hay, como él, otros magníficos luchadores de amm o “vale todo”, como Iván Niño Demoledor López, Israel Rojo Girón y Yahir el Guerrero Reyes.
A mí, para ser sincero, todavía se me antoja, con todo y esta gordura obliterante, echarme un “cale” con alguno de los muchos que se ganan mis antipatías. Ahí se me antojaba subirme al ring con el mamarracho Kawaghi cuando se decía boxeador, o mejor, ahora mismo, con ése que me cae tan mal, el seudosecretario del trabajo, Javier Lozano Barragán, a ver si es tan gallo como cacarea. Lo malo es que seguro, si me lo surto, me echa encima sus influencias. Además sentiría un poco feo partirle la narizota, porque se parece mucho a Fernando Rivera Calderón y a mí los músicos siempre me han caído estupendamente bien. ¿Pero qué tal que el chocante pesca el reto?, ¿será que debo volver a entrenar?
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