Usted está aquí: martes 20 de mayo de 2008 Economist Intelligence Unit El fin de la comida barata

Economist Intelligence Unit

Alimentos mundiales

El fin de la comida barata

Los precios al alza de los productos alimentarios son una amenaza para muchos, pero también ofrecen al mundo una enorme oportunidad

Fuente: EIU

Ampliar la imagen Granos de elote antes de ser convertidos en etanol en Estados Unidos, donde la producción del grano y la del biocombustible reciben subsidio Granos de elote antes de ser convertidos en etanol en Estados Unidos, donde la producción del grano y la del biocombustible reciben subsidio Foto: Ap

Hasta donde la mayoría de la gente puede recordar, los alimentos han sido cada vez más baratos y la agricultura ha decaído. Durante el periodo 1974-2005 los precios de la comida disminuyeron tres cuartas partes en términos reales. En la actualidad, los comestibles son tan baratos que los países ricos combaten la gula al mismo tiempo que algunos escarban entre montones de sobras en los cubos de basura.

Por eso el alza de precios de este año ha sido tan extraordinaria. A partir de la primavera, los costos del trigo se han duplicado y casi cada cultivo bajo el sol –maíz, oleaginosas, cualquiera– se acerca a su máximo nivel o ya está en él, en términos nominales. El índice de precios de alimentos de The Economist es el más alto desde que fue creado, en 1845. Incluso en términos reales, los precios han subido 75% desde 2005. Sin duda los agricultores harán frente a la carestía con inversión y más producción, pero es probable que los precios altos persistan por años.

Sin embargo, el alza de precios es también resultado de los subsidios imprudentes al etanol estadunidense. Este año los biocombustibles captarán una tercera parte de la cosecha de maíz (récord) de Estados Unidos (EU). Esto afecta directamente a los mercados alimentarios: si llenamos el tanque de combustible de un todoterreno con etanol, habremos utilizado maíz suficiente para alimentar a una persona durante un año. Y los afecta indirectamente cuando los agricultores cambian a otros cultivos y dejan el maíz. Las 30 millones de toneladas del grano adicionales que este año se destinarán al etanol, representan 50% de la baja de las reservas del cereal totales del mundo.

El encarecimiento de alimentos tiene la capacidad de hacer un bien enorme, y un daño colosal. Perjudicarán a los consumidores urbanos, en especial en los países pobres, al aumentar el precio de lo que ya es el artículo más caro de los presupuestos familiares. Beneficiarán a los agricultores y comunidades agrícolas al aumentar la retribución de su trabajo; en muchas áreas rurales pobres, impulsará la fuente más importante de empleos y crecimiento

Aunque el costo de los alimentos está determinado por pautas fundamentales de oferta y demanda, el equilibrio entre bien y mal también depende en parte de los gobiernos. Si los políticos no hacen nada, o hacen lo incorrecto, el mundo enfrenta más miseria, en especial entre los pobres de las urbes. Si aplican las políticas correctas, pueden contribuir a aumentar la riqueza de las naciones más subdesarrolladas, apoyar a los pobres del campo, rescatar a la agricultura de subsidios y negligencia; y minimizar el daño a los habitantes de suburbios pobres y trabajadores sin tierra. Hasta ahora, los augurios parecen sombríos.

En el pesebre

Ésa, al menos, es la lección de medio siglo de política alimentaria. Sea cual fuere la supuesta amenaza –la falta de seguridad alimentaria, la pobreza rural, el manejo ambiental–, el mundo parece tener sólo una solución: la intervención gubernamental. Gran parte de los subsidios y barreras comerciales se han producido a un costo enorme. Los miles de millones de dólares que se han gastado en apoyar a los agricultores de los países ricos han provocado impuestos más altos, peores alimentos, monocultivos explotados en forma intensiva, producción excesiva y precios mundiales que estropean la vida de los campesinos pobres en los mercados emergentes. ¿Y para qué? Pese a la ayuda, muchos agricultores occidentales han sido acosados por la pobreza. El aumento de la productividad implica que se necesiten menos agricultores, lo que continuamente ahuyenta de la tierra a los menos eficientes. Incluso un gran subsidio no podría revertir esa situación.

Con la agflación –acrónimo de ag(riculture) (in)flation: aumento del precio de los alimentos–, la política ha llegado a un nuevo nivel de parodia. Tomemos, por ejemplo, los subsidios supuestamente verdes del etanol de EU. No se trata sólo de que se apoye una versión hasta cierto punto sucia del etanol (es muchísimo mejor importar licor a base de azúcar de Brasil); también se compensan los subsidios más antiguos del grano, que bajaron los precios al estimular la producción excesiva. La intervención se multiplica como la mentira. Ahora, países como Rusia y Venezuela han impuesto controles de precios –en apoyo a sus consumidores– para compensar la ayuda de EU a sus productores de etanol. Mientras tanto, los altos precios del grano provocan que se derriben bosques para sembrar más maíz.

El encarecimiento de los alimentos es una oportunidad de romper este ciclo vertiginoso. Los precios más altos permiten reducir los subsidios sin perjudicar los ingresos. En estos momentos el Congreso estadunidense analiza un proyecto de ley agrícola. La Unión Europea prometió una revisión total (no una reforma) de su plan de apoyo agrícola. Las reformas de las últimas décadas han tratado, en realidad, de abordar los programas agrícolas del mundo industrializado, pero sólo en forma tímida. Ahora los políticos tienen la oportunidad de demostrar que hablan en serio cuando declaran que quieren poner en orden la agricultura.

Reducir los subsidios de los países ricos y las barreras comerciales favorecería a los contribuyentes; y podría reanimar las paralizadas conversaciones comerciales de la ronda de Doha, impulsando la economía mundial. Más importante, ayudaría de manera directa a los pobres. En términos de política económica, es difícil pensar en un beneficio mayor.

Traducción de texto: Jorge Anaya

 
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