13 de mayo de 2008     Número 8

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Historias clásicas vueltas a contar

ILUSTRACIÓN: Héctor Rojas Valdivia [email protected] TEXTOS: A. B.

Las habichuelas transgénicas

Había una vez, en un país remoto, una familia de campesinos muy pero muy pobres. Tan pobres que un día decidieron vender la única vaca que les quedaba. El encargado de llevarla al mercado fue el hijo más pequeño. Pero a medio camino el mozo se encontró con una trasnacional biotecnológica que ofreció cambiarle la vaca por unas habichuelas mágicas. Seducido por las melosas palabras de la corporación, el jovencito entregó la vaca, cogió las judías encantadas y emprendió el regreso a casa silbando feliz por el buen negocio que había hecho. Pero al enterarse del ruinoso trueque, la madre montó en cólera y mientras daba merecida paliza al desaprensivo zagal, tiró las prodigiosas habichuelas por la ventana.

A la mañana siguiente la soya transgénica se había extendido por el traspatio, el huerto y la milpa de la familia. Y seguía creciendo sin parar, de modo que pronto el monocultivo se extendía por miles y miles de hectáreas. Donde antes susurraba el viento entre árboles frondosos, donde maduraban ondulantes las doradas mieses, donde pastaban apacibles las mugientes vacas, se extendía ahora un ominoso desierto verde…

El arca de Monte Santo

Viendo cuánto había crecido la maldad sobre la Tierra , Yavé se arrepintió de su obra y decidió exterminar a los hombres. Presa de divina ira, envió fuertes vientos, desató grandes tormentas e hizo llover durante cuarenta días y cuarenta noches. El diluvio universal –que los infieles llamaron cambio climático– inundó toda la Tierra. Y por otros cuarenta días y cuarenta noches estuvieron altas las aguas. Pero no perecieron todos los hombres ni perecieron todas las bestias, pues una previsora trasnacional había construido un arca de trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto donde almacenó muestras de fieras y de ganados; de verduras, aves, peces, reptiles y toda suerte de alimañas impuras. Descendidas que fueron las aguas, el arca se asentó sobre el monte Ararat. Desde ese elevado lugar la trasnacional, que desde entonces recibe el nombre de Monte Santo, anunció que Dios había puesto a su servicio todo cuanto tiene hojas y tallos y raíces; todo cuanto marcha, trota, vuela, nada, gatea, salta, se desliza, rueda, repta, se arrastra o permanece quieto. Procread, multiplicaos y poblad la Tierra , habría dicho Yavé, pero desde ahora pariréis a vuestros hijos con dolor, os ganaréis el pan con el sudor de la frente y, por sobre todas las cosas, pagaréis a Monte Santo por el uso de sus patentes.

Gulliver en el país de Nanoput

Navegábamos con proa a las Indias Orientales cuando una furiosa tormenta hundió nuestra embarcación. Todos los tripulantes perecieron ahogados en el mar embravecido. Menos yo que, atado con una soga a un trozo de mástil y llevado por una corriente providencial, logré llegar hasta una playa donde me tendí exhausto y de inmediato quedé dormido. Al despertar, muchas horas después, trate de incorporarme. Pero mis esfuerzos fueron vanos, pues durante mi sueño legiones de micro-robots, tan pequeños que me resultaban invisibles, se habían apoderado de mi cuerpo. Con el tiempo descubriría que me encontraba en el reino de Nanoput, habitado por ingeniosos mecanismos en miniatura nacidos de la manipulación molecular. Infausto país infinitesimal donde por largos años fui obligado a servir a sus minúsculos habitantes, quienes, a cambio, me cebaban y me vestían…