Usted está aquí: domingo 11 de mayo de 2008 Opinión MAR DE HISTORIAS

MAR DE HISTORIAS

Cristina Pacheco

El profesor bicolor

Si algo bueno tienen las fechas señaladas es que nos permiten hacer balances, corregir injusticias y recuperar presencias que al paso de los días se convierten en sombras. Están unidas a nombres que se diluyen en nuestras devociones cotidianas. ¿Cómo se llamaba aquel maestro que me dio clases en cuarto de primaria? Eusebio Santoyo.

En el esfuerzo de encontrar el nombre fueron apareciendo rasgos, gestos, atuendos, manías, conductas, hasta que al fin el personaje olvidado apareció completo y ahora ocupa el primer plano que le corresponde. Trae consigo lugares, el eco de otras voces e inclusive la sombra de una palma camedor.

Al recordar al maestro Santoyo, en cierta forma cumplo la promesa que al término del ciclo escolar le hicimos mis compañeros y yo: visitarlo en su nueva casa. Según él, debía estar por los rumbos de Azcapotzalco, que eran también los de la escuela.

Buscamos el nuevo domicilio entre todos sus alumnos porque la condición física y el desánimo ocasionado por su reciente viudez le impedían al maestro Santoyo hacerlo por su cuenta. Emprendimos la indagación hacia final del curso, en esos días en que las actividades disminuyen y la disciplina no tiene más propósito que mantener al grupo en el aula mientras llega la hora de salir.

II

Desde que se planteó la inminencia de la mudanza, en el salón todo cambió: los minutos que antes ocupábamos en repasar ejercicios de lenguaje o temas de historia y geografía los invertíamos en comunicarle al maestro Santoyo el resultado de las pesquisas.

Como si estuviéramos en medio de una clase regular, pedíamos la palabra levantando la mano y esperábamos nuestro turno para decirle al profesor que habíamos encontrado un departamento en Popotla, un chalet en Clavería, una casa de huéspedes en alguno de los muchos Golfos que hay en el pueblo de Tacuba.

Nuestra situación económica nos permitía tener un concepto muy claro de la realidad, pero lo olvidábamos en cuanto se trataba de buscarle un nuevo alojamiento al maestro Santoyo. Llevaba siempre los tacones chuecos y el mismo traje negro cada día más lustroso; sin embargo, por ser quien era –nuestro profesor–, lo veíamos instalado en una superioridad ajena a la pobreza, la fisiología vulgar o rutinas como las de ir al pan, al zapatero o a la casa de empeño.

En actitud de alumno aplicado, el maestro Santoyo tomaba nota de nuestras sugerencias en un cuaderno y con su sonrisa violeta –literalmente violeta– agradecía los esfuerzos y nos suplicaba que “en algún tiempecito libre” siguiéramos buscando lo que él necesitaba: un sitio en dónde vivir sin pretensiones, sin recordar a cada paso a su extinta mujer, donde cupieran sus libros y, sobre todo, que estuviese en una calle alegre.

III

Para nosotros todas las calles eran alegres, aun las que se esfumaban tras las tolvaneras de marzo o se convertían en lagunas y mares durante las prolongadas épocas de lluvia. ¿Por qué para el maestro era tan difícil verlas así? Decidimos preguntárselo seguros de que él, capaz de aclararnos las complejidades de las conjugaciones, nos daría la más precisa de las respuestas.

Nuestra demanda lo sorprendió tanto como a nosotros la suya: “¿Por qué no entienden lo que es para mí una calle alegre? Pero si está claro: basta con que sea muy luminosa, que tenga las banquetas en buen estado para que al caminar no me tropiece, que las guarniciones no sean tan altas para que me cueste menos trabajo subirlas, que esté limpia, que tenga árboles y una banca para sentarme a descansar y que las hileras de casas sean bajas para que un ciudadano común pueda deleitarse mirando el cielo”.

Nunca encontramos una calle que coincidiera con la descrita por el maestro Santoyo. Pienso que si mis compañeros y yo aún estuviéramos buscándola no daríamos con ella: sin darse cuenta, nuestro profesor aspiraba a recuperar en una calle imaginaria el mundo de la infancia y el vigor de la juventud.

A fin de cuentas nuestros esfuerzos resultaron inútiles porque el maestro Santoyo no tuvo otro remedio que mudarse a la casa de su hermana en Mar Mediterráneo. La construcción existe, pero sus ventanas ya no están protegidas con lienzos de encaje y en la entrada falta una inmensa palma camedor.

Era una planta altísima con el tronco escamoso, despeluchado. Junto a ella debíamos esperar la autorización de la sirvienta para subir a los dos cuartos que su hermana le había asignado al profesor Santoyo. La cantidad de libros imposibilitaba el orden. Junto a los mapas colgados en las paredes había cinco retratos: los progenitores, la esposa fallecida, Benito Juárez, Ignacio Ramírez El Nigromante y Francisco Zarco.

IV

La primera vez que visitamos al profesor Santoyo nos recibió en la escalera. Vestía con su invariable solemnidad –traje negro lustroso, camisa blanca con el cuello volteado y corbata adelgazada por el uso– y llevaba, como siempre, las comisuras y los labios color violeta. En cuanto nos dio la bienvenida advertimos que no llevaba su dentadura postiza. Fingimos no darnos cuenta pero hubo entre nosotros intercambio de miraditas y no faltó quien soltara una carcajada.

El maestro Santoyo nos invitó a pasar a sus habitaciones. Sobre la mesa de pino vimos el maletín en que acostumbraba trasportar sus materiales de trabajo, el juego de geometría infaltable en el salón de clase, una taza con un lápiz-tinta y un florero transparente con la dentadura hundida en el agua.

Al notar que la mirábamos entre burlones y horrorizados, el maestro se disculpó: “Quería ponérmela para recibirlos como debe ser, pero no pude. Mis encías están llagadas. Es algo muy doloroso al comer y hasta cuando hablo, así que ustedes me perdonarán”.

Mucho tiempo después de que la ingratitud nos llevó a olvidar la promesa de no abandonarlo, seguimos recordando al profesor y la remota mañana en que por fin logramos resolver el misterio que inspiró el sobrenombre que le pusimos al maestro Santoyo. A escondidas lo llamábamos Bicolor porque tenía las mejillas encendidas como a punto de sangrarle, y las comisuras y los labios siempre manchados de color violeta.

El día de nuestra primera visita, el maestro Santoyo aprovechó para ejercer una pequeña venganza al decirnos que siempre había sabido cómo lo apodábamos, pero enseguida obró a nuestro favor: “No se preocupen. Habría hecho lo mismo si me hubiera dado clases un señor con las mejillas rojas y la boca morada”.

Como si estuviera impartiéndonos geografía, se acercó a las fotos y señaló hacia el retrato de sus padres: “La piel roja es herencia de mi mamá –ya parece que la veo chapeadita, chapeadita–; lo segundo se lo debo a un odontólogo que tenía fama de ser muy capaz pero me resultó un distraído de marca. Me extrajo los dientes y me sacó varios moldes de las encías hasta que los dos quedamos satisfechos. Todo iba muy bien pero en el momento de entregarme la prótesis se equivocó y me dio la de un paciente llegado de Monterrey, quien, por supuesto, a esas alturas ya estaría padeciendo los mismos tormentos que yo, sólo que frente al cerro de la Silla”.

La escena era dramática y sin embargo no pudimos menos que reírnos. Al maestro no le importó y siguió hablando: “El verdadero problema radicaba en que al día siguiente iban a comenzar las clases. Por nada del mundo quería faltar y menos presentarme chimuelo. El médico le dio una calentadita a mi dentadura, me dijo que con el uso y un buen pegamento iba a sentirla como propia; pero en caso de que no fuera así, tocara con mi dedo el sitio donde la placa no embonaba para que él, al día siguiente, le hiciera las correcciones necesarias y sin cobrarme un centavo adicional. ¡Faltaba más!”

Nos describió al detalle los sucesivos problemas que había tenido con su dentadura, la falta de tiempo para acudir regularmente al dentista, la carencia de dinero para acercarse a otro y cómo decidió buscar la solución a sus problemas: “Donde sentía en la boca alguna molestia marcaba con el lápiz-tinta y enseguida, con un cuchillo o una lima, raspaba la dentadura en el lugar correspondiente. El resultado es el que han visto y dio origen a mi sobrenombre: Bicolor. Acertaron: ese tipo de lápiz es mi predilecto”.

Si el maestro Santoyo aún vive, me gustaría que leyera esta página y la interpretara como una visita postergada y una muestra del agradecimiento que le tuve y le tendré siempre a mi querido y admirado Bicolor.

 
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